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Crítica 'Nueva vida en Nueva York'

Festival de corrección política

Nueva vida en Nueva York. Comedia romántica. Francia, 2013. 117 min. Dirección y guión: Cédric Klapisch. Música: Christophe Minck. Intérpretes: Romain Duris, Audrey Tautou, Cécile De France, Kelly Reilly, Sandrine Holt, Flore Bonaventura, Jochen Hägele, Benoît Jacquot.

Tras Una casa de locos y Las muñecas rusas Cédric Kaplisch sigue explotando su franquicia, siempre escribiéndola y dirigiéndola, sobre el personaje interpretado por Romain Duris que hemos conocido desde que era estudiante hasta su matrimonio, su azarosa vida profesional y su incapacidad para madurar. El título original, Rompecabezas chino, ayuda más a comprender las intenciones formales de Kaplish en este episodio: trazar un mosaico de situaciones y personajes, no siempre bien encadenados, que poco a poco vayan componiendo el retrato de una generación. El título español, en cambio, Nueva vida en Nueva York, escoge el camino de orientar hacia lo temático en vez de lo formal. El protagonista es ya cuarentón. Los años no han arreglado nada, ni en el plano sentimental, ni en el personal, ni el en profesional. Los hijos tampoco. Nueva York se abre como una nueva esperanza de, a la vez, arreglar cuentas con el pasado (representado por las mujeres de su vida y sus hijos) y con el presente (ordenando su vida personal y profesional).

Las claves son muy de hoy: la fidelidad es imposible, pero el amor es necesario; las certezas son inalcanzables, pero el sentido es necesario; la independencia es irrenunciable, pero la soledad no es deseable; la irresponsabilidad es deliciosa, pero la realidad no la consiente. Pero el realizador parece incurrir en las contradicciones de su personaje: su discurso fílmico es demasiado ligero para soportar los juegos de montaje y de cámara que propone, y para abordar los temas que sugiere. No porque se desarrolle en Nueva York la película se contagia del asombroso talento de Woody Allen para unir ligereza y profundidad, sofisticación y emoción, comedia y drama. En Kaplish la sofisticación estilística, los ingeniosos pero excesivamente leves y decorativos recursos formales (figuritas recortables, fotos del Playboy que cobran vida) o narrativos (sueños o ensoñaciones en los que el protagonista conversa con Schopenhauer y Hegel), la ligereza de los personajes ya estén alegres, tristes o ni lo uno ni lo otro, la complacencia en la inmadurez como virtud... Todo apunta, en vez de a los claroscuros allenianos, a superficial cine de diseño marca Francia. Eso sí, el tercer viaje de esta trilogía se hace con todos los visados de corrección política en regla, desde la pareja lesbiana a la que dona semen hasta la vida del inmigrante ilegal (de lujo intelectual, eso sí, para que no falte glamour) que recurre al matrimonio de conveniencia o la felicidad de los hijos que tanto se divierten viendo como sus padres se casan, se descasan y se recasan. Que todo termine con un numerito coral durante un desfile del orgullo gay tiene su lógica. Algún destello de ingenio y algún personaje bien trazado (como el modesto y estresado abogado neoyorquino) no la salvan de su insoportable levedad agravada por alguna pedantería.

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