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Giselle | Crítica de danza

Virtuosismo frente a narratividad

Una atmósfera irreal domina la escena durante toda la representación.

Una atmósfera irreal domina la escena durante toda la representación. / María Alperi

Mattia Russo y Antonio de Rosa son dos napolitanos que, en 2011 y 2012 respectivamente, entraron a formar parte de la Compañía Nacional de Danza, dirigida a la sazón por José Carlos Martínez.

Sin embargo, su inquietud y sus ganas de explorar nuevos lenguajes a partir de los clásicos los ha llevado a fundar Kor’sia, una agrupación con con la que han realizado la peculiar Giselle que anoche, en una única función y en un espacio poco habituado a este tipo de espectáculos –el Teatro Lope de Vega- se pudo ver en Sevilla.

A pesar de su título, poco tiene en común con el celebérrimo ballet estrenado en 1841 con música de Adolphe Adam y libreto de Teófilo Gautier y Jules-Henry Vernoy. Los coreógrafos explican que han preferido recurrir a la historia que la inspiró, publicada por Heine en 1831, y a la idea del amor como sanación de todos los males que nos asolan en la actualidad.

Lo mejor, en cualquier caso, es no buscarle explicaciones a una pieza en la que la narratividad, si la hay, queda sepultada literalmente por el esteticismo, el simbolismo y la individualidad de una decena de bailarines y bailarinas (Russo y de Rosa incluidos) realmente magníficos.

Nada más entrar en el teatro, delante del telón, vemos una especie de altar –love me dice en su base- con una virgen, o una muchacha muerta, rodeada de flores, a la que un músico rodea y acaba por desnudar.

Desaparecida esta primera visón, un paisaje montañoso y lejano y un círculo de luz que sube y baja ayudarán a crear atmósferas densas donde lo real y lo irreal, lo actual y lo eterno se dan la mano, gracias también a una voz en off que, durante toda la obra –en inglés y sin sobretítulos-, irá glosando o complementando la acción.

En la primera escena, con la música de Adam, unos jóvenes –faldas de colegialas, camisas y corbatas- con patinetes, palos de golf, teléfonos y ordenadores portátiles ofrecen una panorámica del mundo de hoy.

Un mundo dominado por el individualismo y el caos al que seguirán otras escenas donde la música electrónica sustituye a la de Adams para arrastrarnos a una especie de locura colectiva en la que no hay personajes, aunque tampoco faltan algunos pasos a dos realmente sugestivos, fruto del encuentro casual de sus habitantes.

Finalmente, todos van desapareciendo para más tarde, en una atmósfera más irreal si cabe, de las entrañas de la tierra, reaparecer más puros. Como si todo lo positivo se concentrara en ellos y “brillaran como el sol, según dice la voz en off.

En lugar del destino trágico de las Willis, el edén de Kor’sia nos llena de paz y, sobre todo, de la mejor danza. Al principio a cámara lenta, y luego con movimientos armoniosos y de un enorme virtuosismo, en el que se refleja su gran dominio de la técnica clásica, los bailarines, despojados ya de los trajes que los identificaban, se buscan, se toman de las manos y nos regalan una admirable coreografía coral con un final mucho más esperanzador y amoroso de lo que cabía esperar.

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