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EL CIMARRÓN | CRÍTICA

A propósito de la libertad

García Sierra y el Zahir Ensemble.

García Sierra y el Zahir Ensemble. / Juan Carlos Vázquez

“Recital para cuatro músicos” estrenado hace cincuenta años, El cimarrón parte de la biografía de Esteban Montejo escrita por Miguel Barnet en 1963 y transformada en libreto por el conocido pensador alemán Hans Magnus Enzensberger, quien plantea en este extenso monólogo de más de hora y cuarto de duración la reflexión sobre los límites de la libertad. Montejo nació esclavo en la Cuba española de 1860, huyó al monte, alcanzó la libertad en 1880, luchó contra el dominio español y se opuso igualmente al sucesivo control norteamericano de la isla tras el desastre de 1898. Enzensberger se centra en la dicotomía libertad-sumisión, haciendo a Montejo verbalizar sus paradojas existenciales: cuando creyó ser libre tras el fin de la esclavitud en 1880, se encontró con la sumisión a los empresarios azucareros de la que el historiador Rubén Arango ha denominado sacarocracia. Y cuando pensó que su lucha por la independencia había triunfado, se encontró con el aún peor dominio estadounidense: “Prefiero a los españoles a los yankis; a los españoles los quiero en su tierra y a los yankis ni aún en su tierra”.

Henze escribe un auténtico reto para cualquier cantante que se enfrente a esta partitura, pues debe desplegar todos los recursos posibles de la voz, desde el canto más académico hasta el grito y los ruidos onomatopéyicos, pasando por diversos grados de parlatos, falsetes, gritos, etc. Víctor García Sierra era hasta ahora conocido en Sevilla como director de escena de una muy vistosa y divertida producción de L’elisir d’amore inspirada en la estética de Botero, pero no habíamos podido calibrar su faceta como poderoso bajo-barítono. La impresión ha sido inmejorable, porque el venezolano ha dado una lección antológica de control de la voz, de sus registros y posibilidades sonoras y expresivas, siempre con una dicción clara y un fraseo lleno de recovecos y de matices, tanto en la declamación como en el canto, vaciándose al completo a lo largo de las quince escenas que conforman esta obra. Con las limitaciones de la pequeña escena de la Sala Turina, Bruehl hizo de la iluminación un elemento esencial, casi corpóreo. Juan García, valeroso defensor de la contemporaneidad musical en Sevilla, consiguió el nada fácil objetivo de inspirarle vida y ritmo a una obra teatralmente estática, planteando grandes frescos sonoros llenos de tensión, incluso en las escenas más reposadas. Soberbia la respuesta de los tres instrumentistas multitarea, pues tanto flautista como guitarrista tuvieron que alternar sus instrumentos con una extensa panoplia de percusión, secundados por ese gran percusionista que es Antonio Moreno.

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