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JUAN BOSCO DÍAZ-URMENETA | Obituario

Tres Parcas, tres tiempos

  • Sus contribuciones han sido extraordinarias, tanto en el mundo académico y del arte como en su militancia comunista de juventud: siempre fue, realmente, el hombre que sabía mirar de frente, serenamente

Juan Bosco Díaz-Urmeneta.

Juan Bosco Díaz-Urmeneta. / José Ángel García

Juan Bosco Díaz-Urmeneta se despidió con Testigo de un punto cero del tiempo, su último artículo en Diario de Sevilla, publicado en la cercanía de su muerte. Las Parcas de Goya, en la Quinta del Sordo, es la obra que simboliza su particular trayecto hasta el instante final, el corte con las tijeras en manos de Átropos. Bosco es el hombre que nos mira de frente serenamente dispuesto a disolverse en el punto cero. "No hay alternativa. Sólo silencio".

Pero quedan los afectos, la amistad, la memoria de quienes aún permanecemos, un instante más. El silencio puede esperar porque los recuerdos emergen en la voz de otros. Hacerlos presentes y compartirlos forma parte del rito posible en los resquicios laicos de nuestra sociedad. Bosco desarrolló el tramo más extenso de su vida como profesor de estética de la Universidad de Sevilla, crítico de arte y comisario de exposiciones. Sus contribuciones han sido extraordinarias. Otras personas las glosan hoy. Todos los interesados en la creación artística nos hemos nutrido con su labor. Durante los últimos años lo hemos vivido formando parte de la Comisión Técnica del Centro Andaluz de Arte Contemporáneo.

Pero mis recuerdos quiero que se retrotraigan a nuestra infancia y juventud. Los más lejanos son colegiales, en Portaceli. Bosco, un curso por delante, era un referente, reconocido como el mejor alumno del colegio, el "príncipe" en la retórica jesuítica. Buena parte de la clase sevillana nutría con sus hijos varones aquellas aulas. Mis padres, recién llegados a Sevilla, no encontraron mejor lugar para emboscar a sus hijos. El temor de ser abducido por la Compañía no se cumplió en mí, pero si en él, que viviría una etapa de joven jesuita obrero, en consonancia con la iglesia católica del Concilio Vaticano II, y de la mutación que el prepósito general Arrupe indujo en los hijos de San Ignacio.

Coincidiríamos también en el PCE. Hay que recordar que en la Transición Bosco fue un importante dirigente comunista. Representaba la nueva e imprescindible transformación democrática que España requería. Una nueva izquierda en una Europa que superara las dependencias ancladas en la Guerra Fría. Como secretario provincial del PCE, Bosco vivió una terrible batalla interna en 1980/1981, en la que muchos estuvimos implicados. Viví, como delegado de Urbanismo del Ayuntamiento de Sevilla, una madrugada difícil de olvidar entre las paredes de la sede de la calle Teodosio. Un conflicto que, gracias al apoyo externo de Zaldívar y Mangada, en nombre del comité ejecutivo, derivó en la dimisión de Fernando Soto como secretario general del PCA. Un capítulo más de la crisis profunda, consumada meses más tarde, que se llamó de los renovadores, imposible de ser contada sólo desde Madrid.

Bosco lo sabía muy bien. Si en este país aún no hemos podido construir una sociedad ilustrada, esforcémonos en nuestra propia vida cotidiana, en la que la cultura, el arte, nos otorguen los valores del progreso humano y la concordia. Seamos tenaces en alejar de nosotros el drama del que Goya fue el mejor testigo.

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