Cultura

Poética de la materia

  • La Caja China muestra hasta mediados del próximo mes una selección de trabajos de Miguel Ángel Rodríguez Silva

La historia de la fotografía debería registrar su contribución al conocimiento y difusión de la pintura. Más de un entusiasta ha puesto los cimientos de su afición al detener la mirada sobre excelentes reproducciones de cuadros: libros que comenzaron con los trabajos de Albert Skira, hace más de 80 años, multiplicados hoy por editoriales especializadas. Cabe imaginar incluso una relación entre la fotografía y el museo: ¿no habrá influido la fotografía, con su capacidad para singularizar la obra, en el paso, dado por el museo, desde la acumulación de obras a la visión individualizada del cuadro?

Pero hay aspectos o valores de la pintura que la fotografía apenas recoge: las calidades materiales del soporte, el modo en que el pintor pone el pigmento o la densidad de la materia. La fotografía no da cuenta del agitado trabajo de Pollock o de la cuidadosa forma de pintar de Mondrian. Las obras de uno y otro hay que verlas sin intermediación del ojo mecánico.

Algo de esto ocurre con las obras de Rodríguez Silva (Olivares, 1960). Es la mirada quien se hace cargo del valor del soporte: la superficie lisa del policloruro de vinilo o del aluminio, y el reflejo metálico de este último permiten que las texturas del óleo adquieran calidades sorprendentes. Estas texturas recuerdan a veces a las que traza Jason Martin, pero en Rodríguez Silva no hay afán narrativo ni ornamental: su pintura, sobria, es sobre todo huella, presencia de la materia sobre la materia.

A primera vista el trabajo de Rodríguez Silva está centrado en la geometría: el rectángulo del cuadro aparece surcado por líneas paralelas o, en otras ocasiones, por bandas de color más anchas. Desde esta óptica, los cuadros se antojan aventuras rítmicas: a veces con un tempo pausado y uniforme, y otras con continuos cambios y alteraciones. Quizá esta fuerza de la cadencia inmediata haga que a primera vista no se advierta otro ritmo, el de la propia pincelada y el que se produce aleatoriamente al trazar las líneas paralelas que dejan al descubierto el soporte. Son cuadros para mirar de cerca. Si se hace así, cada uno de ellos se convierte en recorrido que, como en un paseo, descubre las eventualidades de la materia.

La pintura de Rodríguez Silva tiene mucho de indagación (o poética) de la materia. Cubre el soporte con el pigmento. Son capas que ya muestran alternativamente la transparencia o la opacidad de la pintura (y su mutua relación), la riqueza tonal que puede adquirir un color o la fuerza de uno de ellos para convertirse, como en la música, en dominante. Más tarde con un peine o una rasqueta que el propio pintor elabora, traza las líneas paralelas que dejan a la vista el soporte (de ahí la importancia de las calidades de éste que además transparecen a través del pigmento). De este modo la materia se convierte en protagonista. Nuestro tiempo, nuestra cultura sabe poco de la materia. Casi nunca topamos con ella. Alternamos sólo con sus elaboraciones. Más que rozarnos con ella o contemplarla, nos limitamos a usarla. Es para nosotros mero instrumento. Rodríguez Silva va en otra dirección: es cierto que emplea en los soportes materiales preparados industrialmente, en la vía abierta por el minimal art, pero los trata de forma que la dureza, el brillo o la lisa continuidad del soporte cobran especial énfasis, mientras que los pigmentos dejan ver sus múltiples posibilidades.

Probablemente esto es así porque en esta pintura no está disimulado el gesto: la manera de poner el pigmento, las ondas con que la mano modela la superficie, los bordes a veces ligeramente irregulares que deja la rasqueta, todo ello está en el cuadro, queda a la vista, de modo que cada obra levanta acta del valor de la materia y del itinerario gestual que la generó.

El autor, así, une experiencias y valores pictóricos muy diferentes: de un lado, la construcción geométrica y el soporte industrial, que parecen incorporarlo al arte objetivo, esa línea de trabajo que comienza en los años 20 y se oculta y resurge hasta concretarse (momentáneamente) en el minimal art; de otro, la importancia concedida a la materia y al gesto, que asimila los hallazgos de la abstracción. Aún cabría añadir otro elemento y otra tradición: la de la confrontación entre título y obra, iniciada por Duchamp y continuada por el surrealismo. Porque los títulos de estos cuadros (La llama, Gran lucero, Acontece, Dejaré que suceda) se antojan breves poemas colocados al pie del cuadro obligando a la fantasía a un nuevo juego de su libertad. Un juego que para algunos es una de las claves del arte.

Miguel Ángel Rodríguez Silva La Caja China, General Castaños, 30. Sevilla. Hasta el 15 de julio.

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