LA BELLA MOLINERA | CRÍTICA

Camino, arroyo, amor, vida

Francisco Fernández Rueda y Arthur Schoonderwoerd.

Francisco Fernández Rueda y Arthur Schoonderwoerd. / Karen Majelyne

No cabe sino felicitar y agradecer a los Amigos de la Orquesta Barroca de Sevilla por haber incluido en su ciclo de conciertos este maravilloso ciclo de canciones. Primero, por haber facilitado la primera actuación en solitario de Francisco Fernández Rueda, cantante de la tierra acostumbrado a cosechar éxitos fuera de España, pero hacia el que Sevilla se mostraba aún esquiva. Segundo, por haber optado por un pianoforte de época (un Conrad Graf de 1828) y por un intérprete de la enjundia y prestigio de Arthur Schoonderwoerd. Y en tercer lugar por tener el detalle de proyectar los textos bilíngües para que no pasase lo que en el reciente Viaje de invierno, en el que pasaron desapercibidas las sutilezas de la obra de Schubert relacionadas directamente con los textos.

Desde una voz de tenor lírico de bellos matices cromáticos, bien apoyada, de emisión liberada y proyección perfecta, Fernández Rueda se implicó al máximo en el universo expresivo de estas canciones. Con poco vibrato y una inteligibilidad notable, puso su voz y sus mecanismo reguladores al servicio de la expresividad. Así, fue notable la manera de ralentizar sutilmente el tempo en la segunda estrofa de Das Wandern, como muy sensible fueron las regulaciones dinámicas sobre la palabra “susurros” en Wohin?. En Halt! supo establecer un crescendo de intensidad emotiva al evocar el firmamento. Y así sucesivamente en un despliegue de intensidad expresiva que no pudo tener mejor compañía que la de un Schoonderwoerd maestro absoluto del color instrumental y de una sutilidad en el fraseo soberbia.

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