Solistas de la ROSS | Crítica

Colosal retorno de Enescu

Ocho solistas de la ROSS tocando a Enescu en el Espacio Turina.

Ocho solistas de la ROSS tocando a Enescu en el Espacio Turina. / Guillermo Mendo

Enescu tenía apenas 17 años y era alumno de Fauré en el Conservatorio de París cuando empezó a componer el que será su Octeto para cuerdas. Qué impulso llevó al joven a embarcarse en una obra tan monumental, que le ocuparía más de año y medio de arduo esfuerzo ("un ingeniero que levanta su primer puente colgante sobre un río no sentirá más ansiedad que yo", dijo) y no pudo estrenar en público hasta nueve años después de terminarla en 1900, pues ni el gran empresario parisino de los conciertos Édouard Colonne se atrevió a presentarla tras comprobar, después de cinco ensayos de sus músicos, que el riesgo de la composición era más que notable.

Qué osadía movió a este músico aún casi desconocido a desafiar a sus propios maestros y a la tradición con una obra de unas características tan singulares. Acaso fue eso, su misma energía juvenil, quizás un intento de emular al Mendelssohn que con sólo 16 años había escrito el otro gran octeto para cuerdas del repertorio. Pero hasta en eso pareció desear Enescu sobreponerse, escribiendo, donde el adolescente hamburgués privilegió al primer violín en una pieza también genial pero con perfiles más asumibles, una obra de complejísima polifonía que además construye con sus cuatro movimientos una forma sonata por completo colosal y casi única en la literatura camerística mundial.

Hace unos años, Benedict Palko ya había programado con éxito este Octeto en su añorado Festival Turina. Estos ocho solistas de la ROSS ofrecieron de él una interpretación soberbia, en la que ese espíritu casi bachiano de la polifonía, con sus imitaciones y sus portentosos contrastes texturales, que aparecen ya en un primer movimiento de una riqueza motívica asombrosa, fue perfectamente compatible con el lirismo que tan bien había aprendido el rumano de sus maestros (Massenet, además de Fauré), por ejemplo, en un Lentement delicioso, con las progresiones dinámicas articuladas con una finura de enorme eficacia; compatible también con el impulso casi demoníaco que exhaló desde su mismo arranque el Très fougueux, en el que, merced a unos acentos poderosísimos y una rítmica vibrante, pareció habitar hasta Berlioz; y compatible (¡y necesario!) al fin con la profundidad para enunciar el movimiento final, un alarde compositivo en el que todos los temas de la obra suenan a veces unos encima de otros, con una claridad pasmosa. Más allá del estupendo trabajo conjunto, el violín de Alexa Farré y la viola de Francesco Tosco resultaron auténticos guías para sus compañeros en un desempeño de una intensidad en verdad agotadora. Si pocas veces puede justificarse un programa con sólo una obra de cuarenta minutos de duración, esta fue una de esas veces.

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