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El arte de abrir espacios

  • Obras y escritos de artistas como Jorge Oteiza destacan en la muestra que el Guggenheim de Bilbao dedica a reflexionar sobre el arte y el espacio a partir de un libro de Heidegger y Chillida

La civilización moderna, es decir, la civilización burguesa (¿quién sino esa clase social la propulsó y la mantiene?) siempre estuvo orgullosa de sus logros. Uno tras otros los exhibe, en especial esos objetos que sin duda mejoran la vida aunque dejen tras ellos estelas de sufrimiento (¿cuáles fueron y son los costes humanos de determinadas producciones?) Por jactarse, esta civilización lo hace hasta del fin de una crisis (que ella provocó) sin tener en cuenta las consecuencias de aquel desorden que están a la vista y pesan sobre los cuerpos de quienes la siguen padeciendo.

Pero esta civilización vino acompañada de una cultura, la moderna, que siempre estuvo cruzada por la crítica. De ahí que la civilización burguesa nació infectada con el virus de un pensamiento empeñado en mirar más allá del éxito, la meta y el logro. Carlos Marx llamó a este afán viejo topo, por su persistencia en excavar el suelo presuntamente firme de tal civilización. Pero no hace falta recurrir a Marx: el pensamiento y el arte señalan la insuficiencia de la mentalidad burguesa y lo hacen aun desde posiciones opuestas entre sí.

Durante siglos, el cuerpo fue convidado de piedra del arte que, se decía, sólo hablaba al intelecto

El arte comenzó a ejercer esa crítica con Cézanne: sus cuadros, al hablar al cuerpo antes que a la mirada, más que representar cosas, más o menos agradables, esbozaban mapas de relaciones posibles. Después, escultores como Naum Gabo (hay dos de sus obras en la muestra) más que construir objetos, abrieron espacios, y esa misma preocupación movió a pintores abstractos a ambos lados del Atlántico: así, Robert Motherwell y Lucio Fontana, también incluidos en la exposición.

En el pensamiento, Martín Heidegger sugirió que habitar era un modo de ejercitar el pensamiento, porque habitar es al fin poseer un espacio propio, libre del rumor de anécdotas y curiosidades, desde el que pudiera verse la naturaleza como lugar que nos acoge (sin que por ello se nos entregue) antes que como mero objeto a explotar.

La muestra surge precisamente de la obra que en torno al arte y al espacio hicieron en 1969 Martin Heidegger y Eduardo Chillida: un libro de artista formado por las páginas del texto del pensador alemán, que el propio Heidegger escribió en una piedra litográfica, y por notas del escultor vasco. Acompañan al libro las piedras litográficas manuscritas por Heidegger y numerosas obras de Chillida.

Es sólo el punto de partida porque la exposición se prolonga en piezas que mantienen la inquietud por ese espacio libre que no es ni reducto defensivo ni sitio en el que asentarse a cualquier precio mediante el poder. Por ello cobran especial significado las obras y escritos de Jorge Oteiza que reflexionan sobre el vacío y las de Asier Mendizábal que le ofrecen comentario y contexto. Merece citarse junto a ellas la película de Gordon Matta-Clark que recoge la Intersección cónica, el vacío en forma de cono que practicó en edificios del siglo XVIII en las proximidades del Centro Georges Pompidou, cuando se remodelaba el enclave urbano de Les Halles.

Unas piezas de Eva Hesse tocan la sensibilidad por su capacidad de crear espacio a partir de materiales muy sencillos. Sugieren así qué define en última instancia a la escultura. En una dirección tal vez inversa, las fotografías que Robert Smithson hizo de su intervención en tierras del Yucatán: dispuso espejos en diversos enclaves naturales y así cuestionaba la aparente quietud de la naturaleza al hacer vibrar la luz en ellos, en un continuo juego de reflexión y refracción.

Desde una perspectiva algo diferente, los vídeos de David Lamelas y Bruce Nauman relacionan la capacidad de establecer y tender espacios desde nuestro propio interior y cómo desde ahí articulamos el exterior, sin tener conciencia de que dentro y fuera pertenecen a la misma partida porque en esa relación entre espacio interior y exterior, hay una mediación decisiva que es la del propio cuerpo. Ocurre sin embargo que durante siglos el cuerpo ha sido el convidado de piedra del arte que, se decía, hablaba a la inteligencia y a la mirada. El arte quedaba así, decían, dignificado, mientras las diversas civilizaciones ahormaban el cuerpo a su conveniencia, unas veces con la disciplina y otras con la llamada administración racional.

Cabría contraponer el espacio ilusionístico en tres dimensiones (construido con luz y color) de Marcius Galan y el vídeo de parecido talante firmado por Rivane Neuenschwander y Cao Guimaraes con obras que subrayan por el contrario la fuerza de la materia. Me refiero al lienzo pintado pero plegado de Ángela de la Cruz y a las redes de prismas que Zarina Hashmi modela con pasta de papel. Se agradecen las cuatro piezas pero las dos últimas tienen el vigor de la materia: Ángela de la Cruz recuerda que esa es la condición del lienzo y el pigmento, y Zarina Hashmi, que el papel no es sólo auxiliar del espíritu del escritor. Las dos obras nos recuerdan que las cosas no están en el espacio sino que son espacio.

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