Cultura

La cara oculta del libro y el museo

  • La chipriota Haris Epaminondas propone en el CAAC en colaboración con el alemán Daniel Gustav Cramer una reflexión en torno a la fertilidad y a la influencia social o cultural de los libros

En la ciudad moderna, los tiempos y los espacios naturales se debilitan. Poco significan los ciclos naturales ante la presión del tiempo del trabajo, las oscilaciones del mercado y la fría rigidez del vencimiento de deudas y los plazos de la administración. Pero mientras las cadencias del tiempo natural palidecen, otros ritmos y otros tiempos tejen la memoria y las expectativas. Uno de ellos es el de la novela. El lector, recorriendo sus páginas, concibe alternativas, forja recuerdos y encuentra cauces para los entusiasmos del amor y los duelos del desamor. Esta formación de tiempos propios del individuo era tan potente que no faltaron quienes, como Balzac, temían que los libros cayeran en manos inadecuadas y dañaran a las mentes débiles: a su juicio, todo un síntoma, las mujeres y los trabajadores, en especial los más jóvenes. Esta potencia del libro aumenta al multiplicarse las ilustraciones. El lector retiene pasajes de una novela, los asocia con los de otras y escribe así su(s) propio(s) libro(s), pero las imágenes multiplican esas posibilidades y les confieren un filo más agudo, una mayor carga afectiva. Haris Epaminondas (Nicosia, Chipre, 1980) estudia con Daniel Gustav Cramer (Düsseldorf, Alemania, 1975) esta fertilidad del libro.

La Biblioteca Infinita es una obra en proceso hecha con libros fechados entre 1920 y 1980 que los autores rastrean en librerías de viejo (así lo hicieron también en Sevilla). Eligen los libros por razones muy diversas: pueden pesar las ideas que contienen pero también la influencia social o cultural, y no olvidan el interés de las ilustraciones, la confección o el diseño.

Cada libro no está necesariamente aislado de los demás: los dos buscadores detectan relaciones con otros libros de la biblioteca y de ellas pueden surgir nuevos volúmenes formados con fragmentos de libros diversos. De este modo materializan los mundos posibles que surgen de los peregrinajes del lector. Epaminondas y Cramer intervienen los libros de muchos modos: en la muestra, un antiguo libro ilustrado aparece abierto y vacío pero rodeado de las estampas que contenía, como si estas adquirieran en la memoria de los lectores otros órdenes, distintos al que les dio el autor del libro. Otro volumen se expone con las imágenes cubiertas de pintura, quizá porque, una vez alojadas en la memoria del lector, éste no ya no precisaba verlas. En otras ocasiones el libro se presenta abierto con un escueto título, contrapunto a su contenido o sus imágenes.

Una larga vitrina aloja volúmenes cerrados. Una cuidada encuadernación oculta su título. Son libros intonsos, es decir, aquellos que aún tienen los pliegos sin cortar y por tanto permanecen sin leer, en silencio. Pero ese silencio es también una promesa: ¿qué guardan esos libros?, ¿qué fuerza poética preservan?, ¿qué saber mantienen en sus páginas? La propuesta oscila entre la obra de arte desconocida, quizá perdida sin remedio, y los tomos ignorados de la Biblioteca de Babel: doble metáfora de las posibilidades, aún ignoradas, del arte.

Si el libro fomenta los tiempos del urbanita, el museo, creación moderna, le ofrece un espacio para conformar su sensibilidad. Es, como el libro, un dispositivo: potencia y a la vez limita, abre posibilidades pero a la vez las ordena, encauzando de modo nada inocente las energías del individuo. Epaminondas señala estas dimensiones del museo primero, con dos luminosas salas: pequeños objetos (fragmento de una escultura clásica, porcelanas orientales, páginas enmarcadas de libros, macetas que recuerdan a Marcel Broodthaers) sobre cuidados soportes en un espacio más bien vacío, como si se quisiera anteponer el ir y venir del espectador a la prepotente riqueza de los fondos del museo. A esas salas sigue otra en total oscuridad. Tanta que el espectador, desorientado (como el lector de las primeras páginas de un libro), sólo ve, a una distancia, que parece desmesurada por efecto de la oscuridad, una proyección. Descubrirá otras en lugares insospechados y con ellas irá formando, a tientas, un espacio propio. Bajo la música de Part Wild Horses Mane On Both Sides, las filmaciones destilan dos formas de tiempo: una deriva del sosegado ritmo que poseen; la otra va surgiendo de las relaciones que entre ellas tienda el espectador. La dificultad misma que crea la oscuridad sugiere la antinomia del museo: de un lado, la satisfacción del espectador por hacer su recorrido y de otro, la realidad de una selección y un orden ya establecido por la institución arte. Así, las tres salas son a la vez metáfora, performance y lectura crítica del museo.

La muestra, en su conjunto, encierra una visión no doctrinaria del alcance de lo que Michel Foucault llamó dispositivos: permiten organizar la imaginación y la sensibilidad, esto es, la subjetividad individual, pero en dependencia de instituciones, tan poderosas como las del arte y la editorial.

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