Hay al menos tres películas dentro de este Desierto particular del brasileño Aly Muritiba. La primera, que funciona como prólogo y llega hasta unos postreros títulos de crédito a la media hora de metraje, retrata la vida en plena crisis de un policía que acaba de ser apartado del servicio tras un incidente y que pasa los días al cuidado de un padre enfermo y chateando con una amante virtual con la que quiere reunirse pronto.

La segunda cambia de paisaje y toma la carretera hacia el norte, en el agreste y abierto Sertao, al encuentro de esa mujer amada que, de un día para otro, ha dejado de dar señales. Nuestro protagonista se abre a un nuevo y enigmático espacio, a la búsqueda desesperada de esa mujer, a un errático deambular por un lugar extraño. Y allí, la película virará radicalmente una vez más para abandonarlo y seguir a la enamorada por fin aparecida, cuyas peculiares circunstancias personales no conviene revelar aquí.

Desierto particular asume entonces el perfil y el torno del melodrama sentimental sobre los conflictos de identidad y el control de las obsesiones, dejando emerger así al filme político que señala y subraya los temas de la masculinidad tóxica, la violencia o la intransigencia en un contexto conservador y cerrado (¿quién dijo el Brasil de Bolsonaro?), asuntos que, a la postre, convierten a nuestros protagonistas en víctimas a su pesar y en seres deseantes zarandeados por la diferencia y la (auto)represión.

Finalmente, y tras demasiados giros, el filme encuentra esa salida que redima a sus criaturas, estupendas encarnaciones de Antonio Saboia y, sobre todo, de Pedro Fasanaro, que tiene que lidiar con un trabajo doble, no tanto en un final feliz como en una posible liberación de sus respectivas prisiones particulares.