No es fácil predecir los caminos del cine de David Lowery, que ha pasado del western moderno, sensorial y fugitivo (En un lugar sin ley) a los fantasmas melancólicos de sábana blanca (Ghost story), de las aventuras crepusculares de un ladrón vocacional (The old man and the gun) a esta personalísima revisitación en clave de autor de la leyenda artúrica y un poema anónimo medieval donde lo espectral, lo fantástico y lo onírico se apoderan de cualquier registro épico o aventurero de batallas, conquistas y heroicidades de capa y espada.
El caballero verde es la historia de un viaje interior hacia el valor y la búsqueda de la identidad, una identidad propia, singular, reescrita en la piel mestiza, la duda constante, la mirada acuosa y la ambigüedad de Dev Patel, del joven Gawain, sobrino del Rey Arturo y futuro heredero de su corona, en su solitario peregrinaje de méritos por un paisaje embarrado, húmedo y boscoso en el que realidad y sueño se confunden a cada etapa, un paisaje de brumas y sombras en el que acechan bandidos y alimañas, gigantes con pechos y mujeres sin cabeza, brujas seductoras y, cómo no, ese caballero verde que lo espera al final del trayecto después de retarlo y anunciarle su destino en un primer encuentro.
Lanzada a su condición de alucinado quest existencial, El caballero verde no cede en su vocación de hacer de cada episodio y cada secuencia un pequeño teatro de formas, un espacio-tiempo suspendido, sin apenas necesidad de palabras y con entidad propia donde el camino se reinicia a cada despertar y la compañía de los fantasmas y la magia se naturalizan de manera tan explícita como visualmente deslumbrante. A la postre, en una inesperada última secuencia de síntesis, el vértigo de una vida pasa raudo ante nosotros a través de una mirada que se sabe ya postrera.