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DOLORES AGUJETAS I CRÍTICA

Las nuevas fatiguitas

La cantaora con el guitarrista Domingo Rubichi en su recital de la Bienal.

La cantaora con el guitarrista Domingo Rubichi en su recital de la Bienal. / José Ángel García (Sevilla)

Ni el denso calor que se respiraba en San Luis de los Franceses, ni el horario mañanero del que se quejó desde el principio, ni la luz cegadora que entraba en la sala, ni la ausencia de micro ayudaron a que Dolores Agujetas se concentrara en lo suyo y diera lo que se esperaba de una mujer de su firmeza. Por eso, cuando al pisar la imponente iglesia pensó que la iban a bautizar, y así lo dijo, aún albergábamos la esperanza de que su cuerpo se empapara del agua bendita y recibiera el santo sacramento como la gran cantaora de esta Bienal.

Sin embargo, al contrario, la jerezana, despachó incómoda, distraída y desganada su habitual repertorio de tarantos, soleá, fandango, tientos, seguiriyas y bulerías en una horita corta, en la que parecía estar pensando más en la “convidá a gambas” que refirió que le habían prometido al acabar el recital que en pelearse con estas nuevas fatigas y entregarnos la oscuridad herida de su voz árida y seca. Como ha hecho tantas veces que tenemos grabadas.

De hecho, tiró de la broma entre palo y palo y sólo sentimos sincero su eco terrenal cuando cerró los ojos y escarbó la tierra en algunas letras de las seguiriyas, los fandangos y la toná, que fueron latigazos por la verdad y la soledad que transmitían (Toíta las madres iban al tren...) Lo demás fue irregular y anárquico, por otro lado, como es esta cantaora extraña y extrema y donde radica parte de su magia. 

Aun así, con esa naturalidad con la que canta quien lo hace por necesidad, y no quiere ni necesita demostrar nada, la Agujetas suplió las carencias -que incluso impidieron escucharla con nitidez- arañando a los espectadores con su cante a jirones y con algo de ojana pura. Que para eso puede presumir de sangre y de saga.

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