A este país le hace falta que le recuerden que hay que escuchar. Mientras disfrutaba del último espectáculo dirigido y escrito por Pablo Messiez, un monumento a la música que nos ha configurado sentimentalmente desde nuestra adolescencia, no dejaba de tener presente las imágenes del desencuentro que se está formalizando entre Cataluña y el resto de España.
Dos músicos, catalanes, llegan a una casa en la que una familia ha decidido dejar de cantar porque esa era la profesión del padre. Un padre que cometió un crimen que sus hijos no pueden perdonar. Entramos de lleno, y de la mano del espíritu de Chéjov (y otros autores de los que se toman prestadas sentencias) en el retrato de una familia, que bien puede ser un país simbólico, en el que 18 canciones de todos los géneros sirven de esqueleto de este divertimento, con carga de profundidad, que Messiez dirige con absoluta maestría.
Sus siete actores están sublimes: buenos interpretes, bellos, desinhibidos, atractivos, amables. Juegan a la caricatura pero se muestran absolutamente humanos.
He disfrutado con esta chamánica propuesta que nos invita a trabajar con el sentido del oído, que no pierde, en ningún momento, la intención de divertir, de alegrar, de unir.
Agradezco profundamente la falta de pedantería de la que hace gala Messiez, el trabajo de traducción y la complicidad de los rótulos te hacen sentir en cada momento que la obra está dirigida a ti sin tener que ser simple.
Si a esto le sumamos la invitación a bailar el espectáculo se convierte en un regalo.
Comentar
0 Comentarios
Más comentarios