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Arte

El flamenco, un fenómeno moderno

  • El flamenco se instala en vacíos de la modernidad: ciertos aspectos de la pasión, el dolor o la incertidumbre de la vida ignorados por el optimismo de la razón

La búsqueda del origen es esa antigua obsesión por la que nos empeñamos en rastrear cómo y dónde surgió un modo de pensar o de hacer arte. Tal origen ansiado es sólo un mito. Lo buscamos no para conocer mejor alguna cosa sino para legitimarla. Es un legado de la cultura aristocrática: si algo es bueno ¿no debe tener linaje, noble origen?

Esta obsesión pesó hace algún tiempo sobre el flamenco. Más que buscar sus orígenes se elucubró sobre ellos. Tales afanes corrían además el riesgo de ignorar aspectos que dan verdadera prestancia al flamenco. Uno de ellos, el lugar y la presencia que tuvo y tiene en la cultura moderna. Algo que no responde sólo a la nostalgia de lo primitivo, sino a que el flamenco, como el jazz, toca fibras que la modernidad pasó por alto: ciertos aspectos de la pasión, el dolor o la incertidumbre de la vida los ignoró el optimismo de la razón moderna que, mientras concedía una nueva libertad al individuo, apenas reconoció el valor de la expresividad corporal, del gesto. En esos vacíos de la modernidad se instala el flamenco. Por eso desborda nuestra cultura hacia variados enclaves de la cultura moderna.

Esto parece mostrar la exposición comisariada por Patricia Molíns y Pedro G. Romero. Inicia su recorrido en la segunda mitad de los años sesenta del siglo XIX (cuadros de Manet, dibujos satíricos de los hermanos Bécquer contra la corte de Isabel II) y termina en 1936, con los trabajos de Lorca o Giménez Caballero, y las filmaciones de La Argentinita o Carmen Amaya.

La profusión de autores es sorprendente: cuadros de Hodler, los Delaunay y Severini, esculturas de Lipchitz, escenarios de la Goncharova, filmaciones de Man Ray. A ello se añade amplia documentación (como la de las actuaciones de Vicente Escudero por medio mundo), interesantes relaciones entre texto e imagen (ilustraciones de Helios Gómez para un libro de Rafael Laffón) y unos vestidos de la bailaora Antonia Mercé, La Argentina, de sorprendente diseño. La exposición adquiere así la calidad de archivo, en el sentido que dio al término Michel Foucault: un conjunto de enunciados referidos a un fenómeno -en este caso, el flamenco- que muestran cómo éste irrumpe en la cultura.

La muestra, tras las piezas del último tercio del siglo XIX (entre ellas la filmación por Edison de la bailaora Carmencita), se divide en tres etapas: La España Negra, que recoge la primera década del siglo XX; Cubismo y ballets rusos, centrada en las dos décadas siguientes, y, finalmente, el periodo de la II República. En realidad casi podría sintetizarse en tres momentos: los inicios, con la figura de Silverio Franconetti, la época del café cantante y la de la llamada ópera flamenca. Aunque estas divisiones ayuden a ordenar y cohesionar la muestra, lo más interesante de ella es, a mi juicio, que cada uno de los elementos expuestos establece con los demás relaciones complejas. Cada cuadro, cada filmación, encierra valores e ideas (hablan, por ejemplo, de la sensualidad o de la miseria, parten de ciertas ideas artísticas o políticas, etcétera) que conectan con algunas de las que laten en otras obras. Así el resultado final se parece más al mapa que al camino y más que ofrecer información impulsa a reflexionar sobre las diversas conexiones y corrientes, algunas subterráneas, en las que se mueve el flamenco.

Hoy estamos probablemente en una onda bien distinta, pero para apreciarla quizá sea imprescindible zambullirse en la arqueología que sugiere esta noche española.

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