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Literatura

Un frenesí helado

  • El mexicano Élmer Mendoza ha sido galardonado con el Tusquets de Novela 2008 con 'Balas de plata', obra experimental sobre el México del narcotráfico

El mexicano Élmer Mendoza, ganador del Tusquets de Novela con Balas de plata, pertenece a una generación de hispanoamericanos que han encontrado en el género negro, en su articulación precisa y enigmática, una manera eficaz de retratar sus sociedades respectivas, bien sea la rapiña nocturna de las milicias, bien el mundo alucinatorio y febril de la guerrilla, bien sea el alto caudillaje de los narcos, que avecindan el cono sur como una vasta parcela en propiedad exclusiva. No hace mucho, hablábamos aquí del colombiano Escobar Giraldo y su novela Saide. Pero también habría que mencionar a Paco Ignacio Taibo II, a Juan Carlos Somoza, a Roberto Bolaño, a Santiago Roncagliolo, al Vázquez Montalbán de Galíndez, y así hasta el lejano padrinazgo de Jorge Luis Borges y sus relatos cifrados, donde crimen y erudición son nombres de lo mismo.

¿Cuál es la singularidad de Balas de plata y toda la novelística adyacente? En un primer lugar, uno diría que la vivacidad, que la voracidad y el encono con el que se dirigen sus personajes. No es ningún secreto que el género negro de ultramar, desde Hammett a Ellroy, tiene mucho de violento despliegue, de escenografía urticante y narración enconada, donde las pasiones humanas no entienden o no frenan ante el esquivo sortilegio del Bien y el Mal. No se quiere decir con esto que en la Europa de Mankell, de Márkaris, de Simenon, Camilleri o Vichi, estos viejos dilemas no se den. Pero sí es cierto que la narrativa anglosajona, y también la hispanoamericana, han dado en entremezclar, con energía inusitada, la justicia y la culpa, el heroísmo y el oprobio, en héroes que no son tales, y por tanto de una humanidad tan vívida como desolada. Este es, sin duda, el caso de Edgar Mendieta, Zurdo Mendieta, el detective mexicano que protagoniza esta novela acelerada y leve, y donde la levedad no proviene de su escritura, una escritura densa y experimental, muy cercana a la oralidad y profusamente dialogada, sino a la sincopada sucesión de actos y recuerdos, que convierten la narración en una bruma permeable y una niebla traslúcida.

Philippe Sollers, en su Sade, mantiene que el género policial es un modo vergonzante, una coartada moral, para mostrar la violencia y su disfrute. Pero esto, que podría ser cierto para Holmes o Poirot, e incluso para Chandler, no lo es desde luego para los personajes de Ellroy, o para este Mendieta de Mendoza, policía honesto y arbitrario, amigo de matachines y antiguo traficante por encargo. La diferencia, como digo, entre una y otra orilla del Atlántico, está en la cantidad de vida en eclosión, en el grado de incertidumbre y el cruento alinearse de las pasiones, frutos, probablemente, de una sociedad conflictiva y una autoridad corrupta. Sin embargo, el caudal de violencia mostrado en estas novelas, no es una muestra de lo ignorado, como quiere Sollers, sino un recuento de lo visto y sabido por cualquier habitante de aquellos países. Así pues, el grado de perversión, de secreto, de placer oculto al que se refiere el francés, queda abolido por la cotidianidad, por la fiereza, por el deslumbrante triunfo de la muerte, que el narcotráfico despliega en las grandes ciudades de Centroamérica. No se trata, por tanto, de abismarse en lo oscuro, sino de traer claridad, de aportar orden y discurso a lo evidente.

A veces, Balas de plata recuerda al discurso obsesivo y errático del cónsul en Bajo el volcán; a veces, es el Dashiell Hammett de La llave de cristal quien acude a nuestra memoria. Quiere decirse que en esta novela de Mendoza se engarzan con naturalidad el diálogo y la voz interior, la acción cruenta y la omisión de datos. En algún momento de la novela, el detective Mendieta llega a una conclusión desoladora y cínica ante el cadáver de un suicida: "no somos más que una pinche raza de sentimentales". Sin embargo, estos sentimentales se han matado antes con ferocidad, con pulcritud, con insistencia, dejando para el amor el breve lapso entre una muerte y otra.

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