Cinco fugados del penal del aburrimiento montan el sarao del año

G-5 | Crítica

Entre bulerías delirantes, guitarras incendiarias y humor andaluz, Kiko Veneno, Tomasito, Muchachito, El Canijo de Jerez y Diego Ratón hicieron del Cartuja Center una cárcel de donde nadie quería salir

El G-5 regresa a los escenarios de Sevilla: "Nos une el vacilón"

G-5 en el Cartuja Cednter CITE / Santiago Cotes

Sonidos de sirenas de alarma y una pantalla que nos muestra cómo se escapan del penal de El Puerto cinco peligrosos delincuentes: Kiko Veneno, alias Stanly; Tomasito, alias Tomasitio; El Canijo de Jerez, alias Joaquín Carachapa; Muchachito Bombo Infierno, alias Chapotín y Diego Ratón, alias Alan Brin. Corren desesperados a través de puentes y arboledas hasta que encuentran refugio en el escenario del Cartuja Center CITE, donde les esperaban Juan Ramón Caramés, bajista de toda la vida de Kiko, y Teto Benavides, batería de Los Delinqüentes, que ahora va con Antónimo.

Se arman de guitarras cuatro de ellos y el otro los acompaña a las palmas y al baile. El Chapotín es quien se arranca… ¡un dos un dos tres sí! Y comienza Helsinki, la canción que representa perfectamente el espíritu burlón, inclasificable y descaradamente sureño que ningún otro grupo ha sabido replicar; cinco sinvergüenzas en medio de una verja, que sacan una guitarra y empiezan una fiesta. Junto a él, todos los demás son el G-5, que aunque tenga mala rima, aquí estamos ahora mismo: Alan Brin, con el compás flamenco siempre bajo el brazo; Carachapa, puro pegamento garrapatero entre los estilos musicales; Tomasitio, genio y figura del ritmo y la parodia; y Stanly, el patriarca, el sabio del grupo, observando el desmadre con una mezcla de orgullo y resignación divertida, porque sabe que ya no hay forma humana de domesticar a sus compañeros de fuga.

El quinteto apareció enfundado en monos de preso, igual que en la portada de su nuevo disco, El que quiera dormir que se compre una colchoneta, que vienen presentando e interpretaron casi entero, dejando fuera solo dos de sus canciones, como también hicieron con el primero que lanzaron hace ya casi dos décadas, Tucaratupapi. El repertorio lo completaron deconstruyendo El muerto vivo de Peret. En escena se comportaron como convictos felices que habían escapado de la cárcel del aburrimiento, dispuestos a repartir ritmo y carcajadas a partes iguales. Y lo cierto es que pocos proyectos en la música española logran ser tan descaradamente libres, tan reacios a la solemnidad, tan vitales.

G-5. Tomasito al baile y el Comandante Lara por bulerías / Laura Colomer

Desde los primeros compases, este último concierto del año para ellos, fue una celebración de lo disparatado. Helsinki encendió la mecha y, a partir de ahí, se desató una sucesión de temas sin apenas respiro: El Cheque, Quitao, La fiebre y La moto, las que siguieron en este primer tramo; El vino y el pescado y Afectados por las galletas, las que cerraron el set más de una hora y media después. Por en medio fue quedando un repertorio que navegó entre la juerga, la sátira y un sano desprecio por lo solemne. Su sonido fue un cóctel explosivo y genuino, herencia directa de las chirigotas gaditanas —¿qué otra cosa fue Badajoz?—, la rumba jerezana y un rockabilly mestizo con raíces catalanas. Tras su DNI musical condensado en la canción G-5, llegó uno de los mejores momentos de la noche con Amilele, propiciado por sus tramos instrumentales en el que se incluyó el sintetizador que le sacaron a Tomasitio: ¡fite tú, un gitano tocando esto…!, dijo antes de ponerse a ello. También se sentó ante una máquina de escribir para mecanografiar la delirante carta a su Querido Javier, llena de amistad interesada en que le enviase euros y más euros. Después de eso salió a escena el Comandante Lara para marcarse unas bulerías junto a ellos y que la fiesta siguiera durante Perdío con Carachapa dirigiendo a la audiencia, ahora p’abajo, ahora p’arriba, ahora tós p’allá, ahora tós p’acá, que lo obedecía fervientemente.

La oreja baila sola fue un delirio, como si unos rumberos se colaran en tu cabeza y se pusieran a dar palmas dentro del tímpano hasta que se te olvidara lo que estabas pensando. Fue la canción que abrió la puerta a la recta final, que se inició con la aparición en el escenario de Pepe Begines para montar el bolillón. ¡Bolillón, bolillón, boooolillón!, repetía una y otra vez toda la pista como preámbulo a El porro, con Begines haciendo de Camarón —bueno, ya tú sabes—, los G-5 haciendo de Monty Python —esto sí lo puedo colar mejor—, y todos más a gusto que si se hubiesen fumado un artefacto de esos que da nombre a la canción. Todas las que sonaron se fueron enlazando en una secuencia que parecía improvisada pero que tenía el pulso perfecto del caos controlado. Tomasitio ejercía de maestro de ceremonias del delirio, bailando y zapateando, mientras Chapotín y Carachapa llevaban la locomotora rítmica con una energía desbordante.

Alan Brin ponía el contrapunto con su toque más flamenco, con el sabor a tablao que da empaque a la locura, y Stanly, más sereno, pero con la mirada cómplice del que sabe que sin locura no hay arte, aportaba la sabiduría y el poso; bastaba una sonrisa suya o un acorde limpio de guitarra para que todo encajase. Es ese equilibrio improbable entre el desenfreno y la lucidez lo que hace del G-5 un grupo tan especial; cada uno aporta un universo, y juntos componen un mapa sonoro que va de Cádiz a Santa Coloma pasando por Triana y por el salón de cualquier casa donde reine la alegría. El público, que prácticamente llenó el recinto, encantado de verse cómplice de semejante tropelía, se dejó arrastrar por ese vendaval. Nadie se libró del contagio; desde las primeras filas a los del final de la pista, todos acabaron moviendo el cuerpo —a mi lado incluso montaron un círculo de la muerte, un poco de pacotilla, en el que los componentes parecían más una despedida de soltera que unos brutos punkarrones—, participando de algo que, al fin y al cabo, era una verbena disfrazada de concierto.

G-5 / Santiago Cotes

Cuando volvieron al escenario para los bises, lo hicieron transformados en indios y vaqueros, listos para disparar 40 forajidos y convertir el escenario en una película de Berlanga pasada por el filtro de los Gipsy Kings, en una escena absurda y gloriosa. Antes de rematar la faena, rindieron homenaje a uno de sus grandes referentes, Peret, con la ya mencionada versión festiva de El muerto vivo, una canción que, como ellos mismos, se ríe de todo y de todos, incluida la muerte. Vaya sarao, un auténtico terremoto, cerró la noche con una lluvia de colchonetas hinchables y un público completamente entregado. La banda sigue demostrando, tantos años después de que se juntasen, que sigue intacta esa química que solo surge cuando el talento y la amistad se confunden. Son un super grupo, pero al contrario que los más recordados de otras épocas, no van a cambiar la historia de la música, ni falta que hace; no hay que darle más vueltas, sus letras son simples, a veces absurdas, e hipnóticamente efectivas. La misión de los G-5 es simple y profunda a la vez; recordarnos que la risa también tiene compás, que el humor es una forma de sabiduría, y que el arte, cuando se vive desde la alegría, sigue siendo el mejor antídoto contra la rutina.

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