Historia de un jabalí o algo de Ricardo | Crítica de Teatro

La grandeza del teatro pobre

Joan Carreras imitando a uno de los personajes de la pieza de Shakespeare.

Joan Carreras imitando a uno de los personajes de la pieza de Shakespeare. / M.G.

Continuamente tergiversado, desprestigiado en un mundo cada vez mas vacuamente sofisticado y tecnológico, el concepto grotowskiano de ‘teatro pobre’ cobra en Historia de un jabalí o algo de Ricardo, la pieza que visita este tórrido fin de semana el Teatro Central, su sentido más elevado.

Teatro pobre es aquel que necesita únicamente un actor y un espectador para construir un microcosmos lleno de posibilidades, de reflexiones, de emociones… Y si, como es el caso, detrás del actor hay un autor tan brillante como Gabriel Calderón, la experiencia se convierte en un puro deleite.

El texto de Calderón, absolutamente exuberante, es un continuo ir y venir del Ricardo III descrito por esa fuente inagotable que es William Shakespeare y un hombre de hoy, un actor de segunda fila -aunque podría haber sido un empleado o cualquier otra cosa- que acerca a nuestra época unos mecanismos que han cambiado poco desde el comienzo de la humanidad.

Ambos -y tantos otros- comparten la ambición y el ansia de poder y están dispuestos a engañar, seducir e incluso matar si es preciso para mantenerlo. Así el monólogo de Joan Carreras se vuelve manantial irrefrenable, en verso y en prosa, de pensamientos, imprecaciones, reflexiones, críticas, autocríticas e imitación de personajes, tanto de su contexto como de la pieza del bardo, como Lady Ana o la reina Margarita. Un auténtico aluvión que solo un actor extraordinario como Joan Carreras podía hacer digerible para el espectador actual.

La interpretación de Carreras, como las olas del mar, es un continuo alternarse de una fuerza capaz de arrasar lo que se interponga en su camino y una resaca llena de ironía, nunca de derrota. Su energía, como su memoria, es inmensa. Y no se agota, aunque Calderón, en su papel de director inteligente, interrumpa de vez en cuando su vertiginoso torrente con confidencias aparentemente extrateatrales que juegan con las emociones del espectador proporcionándoles un necesario respiro.

Eficacísima también la sencilla escenografía de Laura Clos, compuesta por un sillón y unos elementos de tramoya antigua que ayudan a Carreras en sus acciones al igual que unos pocos elementos con los que juega a cambiar de personaje. Un delicioso y magistral ejercicio del más puro teatro pobre.

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