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Cultura

Una habitación llena de secretos

Muchos se quejan de la larga ocupación que el CAT hace cada enero del Teatro Central. Pero, si queremos consolarnos, no tenemos más que pensar en el lujo que supone ver, con la cercanía que ofrece su sala pequeña, espectáculos como el que anoche estrenó Michèle Noiret, representante de ese manantial dancístico belga que aún no ha dejado de manar.

Frente a otros trabajos, como aquel In Between con que visitaba este mismo teatro en 2001 -creado junto a su gran colaborador Bud Blumenthal-, en el que las proyecciones y los sonidos corporales acaparaban la atención del espectador, Habitación blanca se presenta como un pequeño cofre en el que sólo se encierra una hora larga repleta de danza, con todo lo bueno que ésta puede ofrecer cuando, además de cuatro magníficas bailarinas, hay mil cosas que expresar y el talento necesario para ordenarlas en el tiempo y el espacio.

En una cámara blanca hecha de cortinas hay únicamente una mesa, también blanca. Luego se añadirán algunos bancos. Poco después, las cuatro protagonistas que, poco a poco, la van habitando la convierten en una habitación llena de sueños, de recuerdos, de secretos íntimos. No sabemos si es el último reducto de una cortazariana casa tomada o el rincón desde el que estas cuatro elegantes mujeres -impecables y seductoras con sus vestidos de seda y sus moños italianos- se dirigen una y otra vez al mundo exterior. Sin ser narrativa, la pieza se va desarrollando a base de miradas -importantísimas las miradas-, de actitudes, de pequeñas secuencias de movimientos, enérgicos o suaves aunque siempre elegantes. Sabemos que Noiret estuvo muy cerca del Contact, pero hay pocos encuentros físicos entre las bailarinas. Cada una asume su propio peso, sus impulsos, sus inusitados equilibrios... Todas forman parte de un mismo universo -hay quien habla de Virginia Woolf o de Lynch, aunque cada quien puede perderse en sus fantasías- y cada una encierra un mundo completo, todo ello envuelto en una atmósfera en la que resulta fundamental la iluminación y el fantástico trabajo musical de Todoroff, buen conocedor del trabajo de la coreógrafa. Al final, junto a las imágenes más oníricas, como la de la propia Noiret empujando lentísima la mesa por todo el espacio, irrumpe también el cuerpo literal de las mujeres: un semidesnudo de sus cuerpos, sacos de vértebras, de escápulas que se mueven incluso de forma disociada... Pero hasta esa materia, por efecto de la luz, del talento... también se vuelven poesía. Entonces es cuando se llega a comprender lo que, desde hace años, la artista que comenzara, como tantas otras, en la escuela Mudra de Béjart en Bruselas llama "cuerpos coreográficos".

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