Aunque en el origen del trabajo de la compañía Titzina esté la investigación sobre el terreno y el periodismo antropológico, en La zanja pesa mucho más lo discursivo y la idea de refriega de arquetipos con la intención de explicar la realidad. Así –como en aquellas viejas películas del difunto y querido Bertolucci–, aquí comparecen, antes que los reflejos de lo cotidiano, el Conquistador y el Indígena, encarnados en perchas humanas para llevar a cabo la danza cíclica de la rapiña y la resistencia, seguida de la no menos reconocible resaca trágica de condena y culpa. Los hombres del presente (el alcalde nativo y el ingeniero español) serían, bajo esta óptica, palimpsestos del pasado (Atahualpa y Pizarro, aquí explícitamente convocados) al mismo tiempo que semillas de un porvenir maldito.
Este peso de lo mítico y su desborde en inmutabilidad se contradice con las ganas de narrar presentes en La zanja, donde las escenas se enganchan y compartimentan tras breves interrupciones y el dúo protagonista asume, con evidente riesgo y embarazo, la interpretación de distintos personajes dentro de un esquema austero y económico que los expone demasiado. La zanja, digamos, se ve venir desde lejos, pues queda claro, en molesta amalgama, tanto lo que piensan los autores como aquello que se va a precipitar sobre sus frágiles criaturas de ficción, como si, además de entropía y devastación capitalista, el mundo no escondiera belleza ni el misterio de la diferencia en la repetición.
Las ganas de “decir” y las buenas intenciones de Lorca y Merino ahogan cualquier atisbo de frescura y autenticidad.