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En los márgenes de la Sevilla opulenta

  • El profesor Luis Méndez Rodríguez descubre el papel de los esclavos de raza negra en la pintura y en la sociedad del Siglo de Oro. Tanto Murillo como Velázquez se esforzaron por hacerlos visibles en sus obras.

Aunque suponían un 10% de la población sevillana del siglo XVI, los negros, pardos y mulatos fueron un elemento anecdótico en la pintura y muy rara vez se convirtieron en protagonistas. Ignoramos sus anhelos y esfuerzos en esos años en que Sevilla se transformó en el gran centro esclavista del Sur español y el lugar desde el que se distribuía esta mano de obra, de la que se abastecían también los talleres de plateros, pintores y escultores.

Pese a su importancia en la actividad económica de Occidente, sólo una parte de la historia y del arte ha preservado su imagen. Porque aunque se les intentó cercenar e impedir entrar en los gremios (sus ordenanzas prohibían enseñarlos pero hasta Martínez Montañés tuvo varios esclavos negros a su cargo), lo lograron. Y además tuvieron una fuerte presencia social, como confirman Juan de Pareja, el pintor al que Velázquez liberó en Roma; Juan Latino, que fue maestro de letras en Granada, y tantos otros que vieron su dignidad defendida gracias al impulso de jesuitas como Alonso de Sandoval.

A esas vidas anónimas ha dedicado el profesor Luis Méndez su apasionante investigación Los esclavos en la pintura sevillana del siglo de Oro que, iniciada en Londres y culminada en Sevilla, supone una de las grandes aportaciones bibliográficas al arte barroco. La obra obtuvo el VIII Premio de Historia Ateneo de Sevilla y la publica ahora la Universidad de Sevilla.

El libro estudia la fuerte presencia negra en el arte de una ciudad que, como dijo Cervantes, se había convertido "en un tablero de ajedrez" o "juego de damas", por su contraste racial. Méndez, que ya obtuvo el Premio Focus de investigación, profundiza aquí en las historias hasta ahora silenciadas de estos sevillanos de raza negra que, ya fueran esclavos, libertos o libres, estaban marginados de la estructura económica, social y urbanística de la ciudad, y por eso aparecían casi siempre reflejados en los márgenes de los cuadros. "Hay bailes, sermones, teatro, pinturas en las que a veces en una esquina aparecía un esclavo. Son personas que desde los márgenes construyeron esa Sevilla opulenta. Y le dieron su impronta. Y perviven en villancicos, en hermandades y fueron visibles en las letras de Lope de Vega y en la devoción al santo negro San Benito de Palermo", glosa el autor. 

Como recordaba el catedrático de Historia del Arte Enrique Valdivieso en la presentación del libro en el Ateneo, "el tema de la esclavitud hoy nos suena muy lejano. Sin embargo, en esa Sevilla católica y apostólica de los siglos XVI y XVII la presencia de esclavos, tan contraria al espíritu del Evangelio, era intensa". Procedentes del África Ecuatorial, aunque también había muchos bereberes, los lotes de esclavos entraban por el puerto del Guadalquivir y lo primero que se hacía era pregonar su llegada. Se los vendía en las gradas de la Catedral, en la Plaza de San Francisco y hasta en el Patio de los Naranjos.

Destinados principalmente al servicio doméstico, suponían una buena inversión económica porque pasaban a ser criados baratos y dóciles. Eran también un símbolo de bienestar, porque había que mantenerlos y vestirlos. Permanecían con el amo hasta la hora de su deceso y a veces los moribundos,  para que se los manumitiese o liberase, les dejaban algunos útiles de trabajo. "Las mujeres eran incluso más caras porque parían futuros esclavos y acompañaban a las damas en sus paseos por la ciudad. Otros dueños con menos escrúpulos las usaban de concubinas o hasta las prostituían para sacarles rendimiento económico", citaba Valdivieso.

Recaderos, aguadores en la época de la calor.... Los negros estaban presentes en todos los estamentos sociales y también en los obradores en tareas subsidiarias: allí molían los colores, quitaban el polvo...  El gremio de los pintores prohibía que los negros recibiesen lecciones y aprendieran el oficio. Tampoco iban a la escuela y si algo aprendían era porque algún maestro caritativo les enseñaba algo único y a escondidas. De ahí que en el arte sólo descollaran algunos negros o mulatos como Juan de Pareja, criado de Velázquez, que llegó a ejercer de pintor, más bien mediocre, tras servirle y aprender el oficio con él.

Aunque fundaron hermandades como los Negritos o el Rosario de Triana, tras ser liberados debían vivir en los arrabales, nunca en intramuros, recuerda el profesor Isidoro Moreno. También en la pintura se les expulsaba constantemente del centro para llevarlos a los márgenes del lienzo. En los cuadros de martirios de santos solía aparecer uno de los verdugos que era negro. En la iconografía de la Adoración de los Magos, el rey negro toma por lo general los rasgos de un esclavo.

La excepción maravillosa a esta regla en la pintura andaluza es La Cena de Emaús, la famosa Mulata de Velázquez, obra en la que una esclava protagoniza la escena por completo y de la que hay dos ejemplares, aunque el de Chicago es el mejor conservado. 

Méndez se detiene también con elegancia en el lienzo Tres niños de Murillo. En él, dos pícaros que van a comerse un pastel de manzana se dirigen a un negro que lleva un cántaro sobre los hombros y les  tiende la mano pidiendo una porción. Mientras uno de los niños cruza su mano para que no se la robe, el otro muestra con su gesto que no hay nada que temer. En su interpretación de la obra, Valdivieso, el gran experto en Murillo, cree que el pintor desmitifica el papel del negro agresivo y delincuente: "Murillo nunca condena a los niños y aquí se pone en favor de ese negrito que desea compartir la merienda y que tiene el mismo apetito eterno de los pícaros de sus obras".

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