Aguilar ha encallado en este cine de la imaginación nocturna (en clave siniestra), y no se percibe una salida a la vista. Hace pensar en otro cineasta otrora interesante, Grandrieux, con quien comparte esa algo adolescente igualación entre la radicalidad formal y los universos maldororianos. En estos, sin embargo, se echa en falta el vuelo de la hipérbole y la risa del Conde franco-uruguayo.
Desde A zona, Aguilar clava el mismo clavo, y podría afirmarse incluso que Mariphasa sube un peldaño en lo que a perfección se refiere: calculada atmósfera, personajes especulares, finas transiciones entre los no-lugares cristalizados, sensación de opresión e inminencia de catástrofe. Los pocos hilos argumentales de los que poder tirar; el fatigoso ejercicio de exégesis del espectador por arrancarle significado a los susurros que se intercambian los velados protagonistas, se sabe un ejercicio baladí e innecesario. Queda la experiencia de los rastros sensoriales y su potencia evocadora de un pasado traumático y un presente clausurado: el machacado del cristal, el ladrido de un perro, el reflejo de aviesas miradas... Es decir, queda muy poco.