Crítica de Danza cine

Cinco mensajeros de los dioses

Kaash

Akram Khan/Akram Khan Company. Dirección artística y coreografía: Akram Kham. Música: Nitin Sawhny. Escenógrafía: Anish Kapoor. Iluminación: Aideen Malone. Vestuario: Kimie Nakano. Intérpretes: Kristina Alleyne, Sadé Alleyne, Sung Hoon Kim, Nicola Monaco, Sarah Cerneaux. Fecha: Viernes, 29 de abril. Lugar: Teatro Central. Aforo: Lleno con las localidades agotadas.

No había mejor modo de celebrar el Día Internacional de la Danza. La lectura obligada -con la presencia en el escenario de Israel Galván- del texto de este año, obra del coreógrafo de Samoa Lemi Ponifasio, dio paso a un espectáculo que puede tener múltiples lecturas pero que, por encima de todo, es un aunténtico homenaje a la danza y a su poder para trascender a los mismos cuerpos que la encarnan y se valen de ella para expresarse.

Kaash, creada en 2002, es una de las primeras y premiadas piezas del británico de origen bengalí Akram Khan, admirado en Sevilla especialmente tras su trabajo con el bailaor Israel Galván, Torobaka. Pieza de juventud en cuanto el artista, cuya madre educó en la cultura hindú y en la danza kathak, tiene aún en sus oídos los silabeos típicos de esa danza clásica india y, sobre todo, el mundo espiritual que constituye su fundamento.

Por ello, aunque no buscara la fusión, aunque huyera de cualquier mímesis y estuviera ya libre de todo amarre a una disciplina concreta, Kaash rebosa de ecos hindúes, y no sólo porque las sílabas recitadas y las percusiones del kathak se diluyan en la musica espectacular de Sawhney, o porque los brazos increíbles de los bailarines repitan una y otra vez esas frases coreográficas breves y sincopadas que pueden contar el mundo entero con las manos; ni siquiera porque en algún momento un bailarín haga referencia al Trimurti o Trinidad hindú o una bailarina haga un guiño a Krishna, la suprema personalidad de dios, con la imagen de la flauta que lo representa.

Lo que distingue a Kaash, junto a un trabajo coreográfico de conjunto en verdad apabullante y a una estética que, con la complicidad del escenógrafo y el iluminador, prima siempre el equilibrio y la belleza absoluta, es esa fuga a lo espiritual, ese viaje simbólico a otra dimensión que culminaría luego en Vertical Road y que aquí parte de una fuerza primigenia -como en el origen de cualquier universo- hecha con la danza veloz y vigorosa de unos cuerpos casi poseídos por una misión sagrada. Mensajeros tal vez de Ganesha, el dios hindú con cara de elefante, padre de las artes y la inteligencia.

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