Cultura

La realidad que se escapa

  • Se cumplen 50 años del estreno de 'Blow-Up', el filme de Antonioni, uno de los títulos del cine moderno que ha generado más interpretaciones y textos críticos.

Después de completar su referencial Trilogía del silencio y la incomunicación (La aventura, La noche y El eclipse) y realizar su primera película en color (El desierto rojo), Michelangelo Antonioni (1912-2007) se encontraba en la cumbre del reconocimiento mundial como autor por excelencia del cine moderno, en un podio de prestigio apenas compartido con Bergman o Fellini.

El director de El grito sopesa un par de proyectos: Tecnicamente dolce, un filme sobre el canibalismo que plantea problemas de producción al estar ambientado en la selva amazónica, y la adaptación de un relato de Cortázar (Las babas del diablo) sobre un fotógrafo de moda al que Tonino Guerra estaba dando forma de guión.

Antonioni se ha separado por entonces de su musa Monica Vitti y busca un cambio de aires que le permita rodar fuera de Italia en nuevas modalidades de coproducción destinadas a conquistar un mercado más amplio y a explorar otros ámbitos y sus respectivos contextos expuestos a su personal mirada e intereses.

El productor Carlo Ponti llega a un acuerdo con la filial británica de la Metro Goldwyn Mayer y Blow-Up se materializa así como una producción internacional ambientada en Londres, hablada en inglés y rodada, salvo la excepción del director de fotografía Carlo di Palma y el compositor Herbie Hancock, con un equipo técnico y artístico británico que incluía a los intérpretes David Hemmings, Vanessa Redgrave, Sarah Miles, Peter Bowles, Veruschka o Jane Birkin.

La película sería presentada en Nueva York y Los Ángeles a finales de 1966 y lograría la Palma de Oro del Festival de Cannes de 1967, cumbre del reconocimiento de crítica y público que Antonioni no volvería a cosechar ya en su carrera posterior.

La revisión de Blow-Up 50 años después de su estreno (y 25 desde que la vimos por primera vez), supone enfrentarse a ese lugar común, especialmente peliagudo en el caso de aquellos filmes muy apegados a una estética (la del cine moderno en pleno proceso de búsqueda) y a un tiempo concreto (el Londres de 1966 para ser más precisos), que tiene que ver con la vigencia o el envejecimiento de la propuesta.

Porque Blow-Up es, qué duda cabe, un filme de su época y con las preocupaciones de su época (como lo serían también las posteriores Zabriskie Point, El reportero o Chung-kuo), aunque no por ello -y las toneladas de textos críticos (Ropars, Sontag, Lotman, Font...) se han encargado de desmentirlo desde entonces- deja de ser también un filme que reflexiona, de manera certera y visionaria, sobre los mecanismos y ambigüedades de la imagen (foto-cinematográfica) y la representación, sobre la cuestión de la realidad y su estatus inalcanzable, más allá de la superficie, o precisamente bajo la misma, de un Londres en plena efervescencia pop.

Una mirada atenta al filme nos revela pronto que el vistoso catálogo iconográfico, el vestuario, la música, los colores y objetos que tintan una ciudad de arquitecturas y espacios grises no deja de ser una superficie que tiene menos de documental de una época (algo que, indudablemente, también permanece y ha sido especialmente celebrado), que de pretexto para desencadenar un ensayo fílmico, enigmático y polisémico, que se esconde a su vez en la estructura narrativa de una suerte de giallo de investigación detectivesca.

El Londres de Blow-Up no es exactamente el de las películas del Free Cinema, sino un Londres transfigurado por la mirada fría de Antonioni, una ciudad-trampantojo, un simulacro, un artificio fantasmal y zombie (véase la escena del concierto de los Yardbirds) en el que las pesquisas de un fotógrafo de moda (que en realidad quiere ser un fotógrafo social) por descifrar el crimen que sus imágenes han captado de forma casual en un parque se desvanecen y diluyen poco a poco sin que ningún otro interlocutor, ni siquiera nosotros, que hemos asistido a su obsesivo proceso de ampliación (blow-up) y secuenciación de aquel momento, pueda compartir o verificar su descubrimiento.

Interrumpidas por escenas de juego erótico y seducción (el título español del filme fue Deseo de una mañana de verano) protagonizadas sucesivamente por los personajes de Redgrave, Birkin o Miles, las pesquisas del fotógrafo (personaje opaco donde los haya) van levantando una estructura abstracta (como los cuadros de su amigo o el grano cada vez mayor que va formándose en sus imágenes ampliadas) que se superpone sobre la realidad del relato hasta culminar en la famosa y tantas veces interpretada escena de los mimos que juegan ilusoriamente al tenis en la pista del parque antes de la disolución misma de nuestro protagonista en la imagen de cierre.

Cuanto más cerca está (estamos) de averiguar algo más sobre el caso, más se ensombrece éste; cuánto más amplía y recorta la imagen el fotógrafo, más confusa e incierta se vuelve ésta. "Yo no sé como es la realidad -apuntaba Antonioni sobre el sentido último de su filme-; la realidad se nos escapa, muta continuamente. Cuando creemos que la hemos alcanzado, la situación ya es otra".

Precisamente esta última idea sería retomada años más tarde, en un contexto muy distinto, por Ridley Scott en una escena de Blade Runner (1982). El detective Deckart que interpreta Harrison Ford introduce una imagen analógica en un dispositivo electrónico y va ampliándola poco a poco con el fin de encontrar alguna huella que le sirva para localizar a un replicante rebelde. También un año antes Brian de Palma, fagocitador y reescritor de ideas y autores ajenos, se sirvió de un parecido mecanismo ampliador, esta vez exclusivamente sonoro, en la espléndida Blow Out (1981), cuyo título era ya toda una declaración de su homenaje a la idea central del filme de Antonioni.

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