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Literatura

El viaje interior

  • En 'Lugares donde se calma el dolor' (Destino), el ex ministro César Antonio Molina viaja a la memoria de los hombres a través de autores y ciudades de todos los tiempos

Lugares donde se calma el dolor. César Antonio Molina. Destino, Barcelona, 2009. 697 páginas. 26 euros.

Quizá fuera Pascal quien escribió que todos los problemas del hombre vienen de no saberse estar quieto en su habitación. Dos siglos más tarde, y como por dar la razón al monstruo barroco, Xavier de Maistre firmaba su Viaje alrededor de mi cuarto. En Pascal encontramos la figura del meditabundo, del genio aislado, mientras que en Maistre, romántico al fin, damos con la figura del imaginativo, cuyas lucubraciones bastan y sobran para pasar el día, y la vida incluso, si fuere necesario. A qué lugares (lugares donde se calma el dolor) se refiere César A. Molina; a qué tipo de viajeros, si estáticos o peregrinos, pertenece este gallego de nación, cuyas páginas se abultan con parajes misteriosos y nombres ilustres. Probablemente, entre Pascal y Maistre, Molina pertenezca al linaje del viajero interior, único viajero posible, orillada la abominable y poco airosa condición de turista.

Digo pues que, traslaticio o inamovible, en Lugares donde se calma el dolor, título tomado de una vieja colina napolitana, Pausilypon, "el lugar donde se calma el dolor", asistimos a una inmersión temporal, a un profundo viaje a la memoria de los hombres, y no tanto a la fatigosa itinerancia con que se aturde hoy el viajero moderno. Al cabo, ver algo es contemplarlo con los ojos de la memoria, y descifrar sobre la piedra antigua el innumerable avatar y el ciego dirigirse de lo humano. No otra cosa significa recordar, sino volver a pasar por el corazón, como quien pasa una mano de bruma por el rostro de sus antepasados. Sea como fuere, para este cometido es necesaria una notable educación, más el voluntario detenerse ante lugares y cosas que dicen su misterio al visitante. Así ocurre en la Persépolis brasileña, en una de cuyas casas se suicidó Stefan Zweig junto a su mujer, Lotte, y cuyo recuerdo servirá al autor para trazar un breve mapa de la infamia en el XX. Así ocurre también con el Trieste de Wincklemann y Joyce, donde el padre de la arqueología moderna, tan admirado por Goethe y Sigmund Freud, encontró una muerte turbulenta, ahorcado y acuchillado por un rufián, en la posada de La Locanda Grande. Así ocurre, en fin, en la Praga de Kafka y Jan Neruda, de Perutz y el rabino Löw, en la ciudad que vio en sus calles el torpe milagro del Golem y el genio especular de Johannes Keppler, el paganismo de Arcimboldo y la avaricia alquímica de Rodolfo II. Sólo al iniciado, al curioso, al poeta quizá, le es dado contemplar la atropellada galería de la Historia como un ordenado, como un inagotable friso. Y este mismo enlazarse de la Historia consigo misma, el tupido entretejerse de lo pasado en lo nuevo, volverá a repetirse en las páginas que César Antonio Molina dedica a Roma, a Madrid, a Nueva York, a San Petersburgo, a Siria, a Bombay a Delhi, a una Pekín pujante y milenaria. Cuando vea los muros de la Ciudad Prohibida, tendrá un recuerdo para los viejos poetas que vivieron absortos en la flor del cerezo y el fluir del agua. También, cuando corone el Posillipo, o en la Pompeya calcinada, junto al mar de Nápoles, para Virgilio y Plinio el Joven.

Es inevitable, en cualquier caso, leyendo estos Lugares donde se calma el dolor, recordar dos obras caudales de este género tan singular, entre la vacación y memoria: el Viaje a Italia de Goethe y las Memorias de ultratumba de Chateaubriand. De ambas se hace mención en estas páginas. A ambas se le rinde cumplido homenaje, tanto en la forma de acometer el trayecto, como en el modo de escribir lo vivido. Goethe, como Wincklemann, bajó hasta el meridión buscando la claridad y el rigor de lo clásico, y se topó con Palladio. Chateaubriand, en Venecia, recordando las Memorias de Rousseau, se preguntaba cómo era posible no tener ningún dato de la estancia del ginebrino en la Serenísima, salvo la insinuación de algún lance amoroso. Viajar es, pues, viajar en el tiempo, tras el rastro de otros, en la espumosa estela de quienes vieron el mundo, otro mundo más joven, antes que nuestros ojos. Quizá, estos lugares a que se refiere César Antonio Molina no sean propiamente lugares lenitivos. Tal vez, son sólo viejos escenarios donde la vida cobra su sentido, y donde el hormigueo de estar vivo, su pavorosa inmediatez, nos emparenta con rostros desaparecidos y voces en la sombra.

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