Cultura

La vieja tarea de proponer mundos

  • Siete largometrajes, ocho mediometrajes y 16 cortos compiten por los premios de Alcances. Este año la cita gaditana recibe la Medalla Lumière del Cine.

Más de 30 documentales compiten en la próxima edición de Alcances (Cádiz, del 7 al 14 de septiembre), la octava desde que sus organizadores decidieron, con buen criterio, confiar en el no-género para renovar el concepto del festival. Pues, ¿qué es un documental? El sinónimo del proceso del cine: mirar, escuchar, rodar, montar, ensayar; es decir, la fórmula que Jean-Louis Comolli acuñó hace ya décadas, "absorber un mundo y proponer otro en su lugar", un enunciado que hermana la ficción más estilizada con el cine directo más impersonal, y que, en lo que hemos convenido en llamar "documental", se actualiza en películas que establecen relaciones comprometedoras con lo real. Se trata, siempre, de calibrar el mundo propuesto, y tan malo es el de la ficción que no trasciende los esquemas representativos más viciados como el del documental que se escuda en convenciones, que se piensa como género.

Este año, en Alcances, la competición oficial va a deparar muchas oportunidades para presenciar ese exceso característico del documental en tanto que no-género en refriega con lo real, ahí donde suelen valer poco los criterios críticos que compartimentan el cine en "grandes directores" y "obras maestras" y más los que lo asumen como una aventura esencialmente contradictoria y frágil. Y es que, incluso cuando estas películas pecan, lo hacen por exceso de inocencia y voluntarismo, por las ganas de decir demasiado (la voz en off, un recurso que exige más pensamiento del que se cree) y dejar atados todos los cabos, lo que encuentra explicación en la juventud de muchos de estos cineastas y además produce, en no pocas ocasiones, efectos conmovedores.

Como escribir de cada una de las películas que compiten dentro de pocos días en Alcances excede los límites de este artículo, tendamos en cambio puentes, establezcamos mejor pasajes, deliremos, en definitiva, una coherencia para la selección que Javier Miranda ha realizado sobre los 233 títulos inscritos. Preferimos, entonces, una manera de relacionar las obras distinta de la que el festival establece por duraciones (largometrajes, mediometrajes y cortos), una que tendría que ver más con intensidades, con el aprovechamiento de las potencias del cine en lo que a tres aspectos se refiere: el documental como antesala o bisagra de la ficción, como medio para pesar y pensar las imágenes cinematográficas y, por último, como ventana que da a ver, involucrando en el proceso a cuerpo y mente. Y aunque estos aspectos se ofrezcan en taracea dentro de las mejores películas a concurso, pueden ayudarnos a estructurar la oferta según predomine uno sobre los demás. Así, cuando el documental sueña traspasar el espejo y explorar los filos imaginarios de la realidad, puede hacerlo como en El invierno de Pablo de Chico Pereira, donde el retrato de un jubilado con el pie en el estribo, fumador a contracorriente que celebra su inmovilismo de último testigo, se deja envolver por un aliento fordiano que asalta la puesta en escena y lo recorta del paisaje como algo mucho más importante que un hombre condenado a desaparecer. O como en Pepe el andaluz, de Alejandro Alvarado y Concha Barquero, donde la alianza de reportaje de investigación y homemovie sobre la neblinosa vida de un mujeriego inmigrante andaluz en Argentina encuentra su límite en ese tango sin imagen posible que canta un anciano bigger than life al que sólo la ficción podría poner en su verdadero lugar. Otro excitador de la cara oculta del documental es el bandolero de Dime quién era Sanchicorrota, de Jorge Tur Moltó, un trazo zigzagueante -otra biografía en sombras- que sirve, entre testimonios y digresiones interrumpidas, para acrisolar el tiempo y sacar los muertos a la superficie. A veces, intensificando esta conversación ininterrumpida entre el registro y la virtualidad, las películas pueden llegar a franquear completamente el espejo; es el caso de Se fa saber, de Zoraida Roselló, donde el pueblo de Santa Bàrbara parece una aparición, como sacado de una parábola de los arqueros Powell y Pressburger; también el de la resonante y elíptica Buenos días resistencia de Adrián Orr, en la que el ritual de despertar a los tres hijos pequeños y llevarlos al colegio supone para un padre joven penetrar en ese entramado de umbrales porosos e indiscernibles con el que algunos cineastas, como Cassavetes o Pialat, revitalizaron en su día el vínculo del cine con los cuerpos y los gestos, con la vida.

En otras ocasiones los documentales no quieren atravesar el espejo, sino mirarse en él. Y aquí, también, hay distintos grados de intensidad. En un primer momento pueden contentarse con esclarecer el pasado de las imágenes, como en Album de Valeria Patane, sobre el reencuentro, después de casi medio siglo, entre Giacomo Morante y Enrique Irazoqui, el San Juan y el Jesucristo de El evangelio según San Mateo de Pasolini; luego, ya en el terreno de la sospecha, el espigado de imágenes puede serle adecuado al fin desmitificador, a la denuncia de los tópicos visuales y sonoros que han devenido en puras pesadillas alimentadas por la voracidad televisiva y el aburrimiento del espectador, como es el caso de Sé Villana. La Sevilla del diablo, de María Cañas. En un frente más luminoso podría citarse Western: Sáhara, del colectivo Left Hand Rotation, donde el imaginario cinéfilo y su corolario mitológico (nacimiento de naciones) son reclamados como ejes creativos para un grupo de refugiados saharauis que imaginan cómo podría ser un filme nacional. Del aura de las imágenes del pasado, del grano y la materia del celuloide, ya casi vestigio, tratan dos obras singulares; una, Souvenir de Gerardo Carreras, que horada un presente vacacional con las vibraciones fantasmagóricas del tomavistas paterno, huellas palpitantes de memoria, recuerdo de cuando el cine respiraba, tenía piel y pulso; la otra, Bendito simulacro, de Eduardo Montero y Óscar Clemente, en la que el imaginero y proyeccionista Curro Fernández ofrece una clase magistral, enunciada desde algún lugar entre el agnosticismo, el fetichismo y el materialismo, sobre el cine como arte del fotograma y su proyección; nada lejos de las reflexiones escultóricas de un Kubelka. Por último podríamos citar otro par de filmes que nacen del cine para tomar la vía ensayística. Una es La casa Emak bakia de Oskar Alegría, un viaje físico y mental que tiene su origen en la detectivesca auscultación de Emak-Bakia, el filme surrealista que Man Ray rodara cerca deBiarritz, y su objetivo en la búsqueda de la casa de la que extrajo su título. L'année dernière à Montréal de Guillermo G. Peydró es, por su parte, otro deslizamiento cinéfilo que recuerda a los desmemoriados algunas de las fuerzas raramente desatadas por este arte: uno propio de demiurgos (Resnais) que nunca saben lo que filman (Marker) pero que confían en la sublimidad que sólo las máquinas pueden proporcionar (Epstein, Vertov).

En la categoría de documentales que "dan a ver" cabría toda la selección, incluidos aquellos de los que ya hemos hablado. Pero aquí se necesitarían matices y, nuevamente, gradaciones. El documental que desvela y perfora una realidad, que prefiere ser testigo paciente a entusiasta manipulador, tiene en la muestra un nutrido grupo de representación. Podríamos citar, por ejemplo, TheVisit, de Fany de la Chica, que acerca la cámara a los campos de Camboya y comparte el tiempo con los niños afectados por las minas antipersona; A la sombra de la cruz, de Alessandro Pugno, que expone a la luz la educación religiosa y abiertamente pre-ilustrada que aún se imparte en la escuela del Valle de los Caídos u Oírse, de David Arratibel, que bajo la égida del último Joaquín Jordá nos pone en el pellejo de los sensorialmente otros, en este caso de personas afectadas por acúfenos. Pero son quizás las películas que exacerban o directamente quiebran la unidad y solidez del documental-testimonio las que presentan un mayor interés. Nos referimos, por ejemplo, a La piedra, de Víctor Moreno, donde se filma el trabajo del picapedrero sin reparar en nociones de economía expresiva, reapropiándose así de temporalidades en desuso en nuestra agitada cotidianidad. Se filma, entonces, para dar a ver algo, pero también, a la larga, para ir más allá, para suspender las nociones de progresión y narratividad y conseguir que nos abismemos, como diría Blanchot, en el desierto infinito del ritmo. A veces, en otros documentales, se trata de unos momentos de suspensión, de fugas líricas con carga política, como ese panel digno de Warburg que puntea la heteróclita Fóra, de Pablo Cayuela y Xan Gómez, a la vez crónica de la historia del manicomio de Conxo y alegato acronológico contra los desmanes que allí tuvieron lugar; o como esos momentos, en EuropaTrampa de Anna Giralt, en los que se pierde la sincronía entre el rostro de Zakereh, la sufrida madre inmigrante de Afganistán que espera a su hijo en Barcelona, y el sonido de su voz, cristalización perfecta de su condición disociada. Por último, en casos como el de Imágenessecretas de Diana Toucedo, el documental revelador, en este caso de un viaje en busca del padre ausente, admite su naufragio y, en tanto que ruina, explora las (no)relaciones entre imagen y palabra filmada, imagen y sonido, pasado y presente, todos los falsos movimientos que asaltan al cine cuando ha perdido la brújula.

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