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Cultura

Lo viejo y lo nuevo

Buena parte de las películas de los cineastas chinos de la Sexta Generación tienen como temas centrales de sus historias e imágenes el tránsito entre lo viejo y lo nuevo, la encrucijada entre tradición y modernidad, las diferencias entre el ámbito rural y la ciudad, las marcas visibles de un proceso de transformación de la identidad nacional que, desde el régimen comunista, ha dado paso sin solución de continuidad al más feroz neocapitalismo. Desde diferentes ópticas y tratamientos formales, aunque partiendo casi siempre de los márgenes del realismo entendido en un sentido amplio, limítrofe incluso en ocasiones con el documental, las películas de Jia Zhang-ke (su Naturaleza muerta aún está en cartelera), Wang Chao (Luxury car), Zhang Yang (La ducha), Lou Ye (Suzhou river), Wang Bing (Al oeste de los raíles) o Wang Xiaoshuai (Flores de Shanghai) se acercan al presente y a la historia reciente de China con una mirada crítica y desmitificadora, moviéndose por los márgenes y la periferia, intentando desentrañar cómo el programa ideológico oficial ha ido dejando cadáveres por el camino, y no nos referimos precisamente a la reciente desgracia sísmica en la región central de Sichuán.

Nacida en este nuevo contexto del cine chino -su director, Lui Je, ha sido director de fotografía de Wang Xiaoshuai-, El último viaje del juez Feng se distancia, empero, de la línea más interesante y formalmente arriesgada de este grupo, para mantener aún evidentes puntos de contacto con cierto folclorismo metafórico practicado por algunos de los cineastas más insignes de la generación inmediatamente anterior. Pienso, sobre todo, en los filmes rurales -Sorgo rojo, Judou, El camino a casa, Ni uno menos, La búsqueda- de Zhang Yimou, miniaturas preciosistas de vocación universal con las que el director se dio a conocer internacionalmente desde finales de los años ochenta.

Como en otra cinta reciente, La boda de Tuya, de Wang Quan'an, El último viaje… se contiene en sus búsquedas formales y se deja empapar demasiado por el aire exótico y diferencial de su pequeña peripecia itinerante con mensaje: la cinta nos da cuenta del viaje de un juez (acompañado por su secretaria y un joven licenciado en prácticas) por la recóndita región de Ninglang, cantón en el que, según se nos dice, conviven más de 12 minorías étnicas diferentes. El filme se despliega así como viaje a través de esa diversidad cultural en un país-estado que debe imponer su orden homogeneizador a través de las instituciones y la burocracia.

Parada a parada, aldea tras aldea, anécdota tras anécdota (porque son anécdotas las que van hilvanando narrativamente el relato), la película se recrea así en el dibujo amable de los lugareños y sus costumbres locales, en un cierto pintoresquismo de corte antropológico derivado de la dialéctica entre la ley impuesta por Pekín, encarnada en el personaje del juez y sus rituales, y el orden natural y heterogéneo de las propias tradiciones.

Siguiendo este trazado de forma algo cansina y previsible, y sin encontrar del todo ese necesario equilibrio entre la estructura del relato y la deriva documental que se le presupone a la propuesta, El último viaje… deja para el final su verdadera esencia dramática, el epicentro emocional que la redima de su medida corrección de filme exportable: hablamos del desgaste, de la apertura y el desmoronamiento del juez, de esa levemente insinuada historia de amor que haga que miremos más hacia dentro que hacia los paisajes de la región que se ven desde el sinuoso camino. Llegar llega, pero en sordina, sin capacidad ya para conmovernos después de un trayecto demasiado largo y cargado de imágenes.

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