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Los procesos económicos fluyen como los ríos. Evitan los obstáculos y serpentean por los vericuetos más eficientes de cara a su desembocadura en el mar. De vez en cuando se detienen en remansos, donde contribuyen a desarrollar entornos idílicos de paz y bienestar, mientras que otros espacios son sistemáticamente marginados. La política hidráulica persigue, entre otras cosas, una distribución más equitativa del recurso y de sus beneficios.

La política económica pretende, como la hidráulica, dirigir el curso de la economía por parajes que interesan al bien común. En su ausencia, es decir, cuando deciden los mercados, los acontecimientos discurren, como los ríos, por senderos que benefician a unos, los privilegiados, y marginan a otros. Los economistas de corte más liberal defienden que, sin la interferencia de las políticas económicas, la economía discurriría por los caminos más eficientes, aunque todos aceptan que la abundancia de fallos de mercado (monopolios y otras formas de restricción de la competencia, externalidades negativas, etc.) justifica algún tipo de intervención política, favoreciendo un reparto más justo de los excedentes.

El adecuado equilibrio entre los objetivos de justicia social y eficiencia económica es el atributo que mejor define la bondad de unos presupuestos públicos, aunque la valoración del tamaño ideal de cada uno de ellos diferirá, según la ideología del observador. En cualquier caso, también es de suponer que todos aceptarán que la fiscalidad puede convertirse en un importante factor de distorsión. Si condiciona en exceso el curso de los acontecimientos económicos puede terminar convirtiéndose en fuente de ineficiencia e incluso de perversión de principios básicos de justicia social.

En Europa se entendió que cuando se comparten moneda y mercado, la armonización fiscal resulta imprescindible para impedir situaciones de ineficiencia y desigualdad. Sin embargo, y a pesar de las reiteradas iniciativas, los avances han sido muy pobres, especialmente en el impuesto sobre el beneficio de las empresas. Ni el acuerdo para la determinación de una base imponible común, es decir, de cómo computar ingresos y gastos para la estimación del beneficio, ha sido posible hasta ahora, así que es fácil imaginar lo que costará el acuerdo sobre tarifas y desgravaciones. El resultado es que las empresas que operan en más de un país hacen verdaderos ejercicios de filibusterismo fiscal para decidir donde les interesa localizar sus beneficios y sus centros de producción.

España es una referencia internacional de descentralización política y administrativa, pero también, y cada vez más, un ejemplo de asimetría fiscal entre territorios. Navarra y País Vasco son los casos más viles, pero también otras comunidades que no han dudado en utilizar su mayor capacidad recaudatoria, a veces derivada de la concentración de sedes fiscales de grandes empresas, para reducir la carga sobre sus contribuyentes y fomentar un escenario perverso de competencia fiscal entre territorios. Veremos cómo y cuándo se resuelve el problema catalán, pero habrá que estar atentos a las concesiones a la asimetría fiscal que puedan realizarse.

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