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Hay gente que está encantada de conocerse. Se pasean por la vida con garbo y tronío como si fueran los amos y señores del universo. Son fáciles de reconocer. Nunca miran al suelo -ni siquiera para sortear excrementos caninos-, se contonean al caminar -como aquel que acaba de salir del gimnasio y tiene todos sus musculitos definidos- y todo lo acontecido en sus vidas supone el mayor de los logros en comparación con tu patética existencia. Hablan de ellos mismos con una frecuencia pasmosa y suelen acaparar el centro de cualquier conversación. Da igual que hayas escalado el Everest con una venda en los ojos, que te licenciases en Neurobiología con sólo 15 años o que tus torrijas sean las más famosas de la Semana Santa a nivel mundial. Todo es poco comparado con sus maravillosas hazañas y proezas y así te lo hacen saber.

Estos prodigios de la naturaleza, antes poco comunes, han proliferado en los últimos años y, en lugar de agruparse entre ellos para competir por ver quién la tiene más grande, se reparten por el mundo para compartir con el resto sus mejores cualidades. Te los encuentras en tu grupo de amigos, donde hasta el más bueno de todos lo quiere matar; en el autobús, en el que alaban sus propias virtudes a viva voz para que hasta el chófer dé cuenta de ello, y hasta en la discoteca un viernes por la noche, donde tú sólo quieres bailar y ellos se empeñan en hablar de su libro.

El amor hacia su propia persona es tal, que cualquier comentario que emplees para bajarlos de su nube será completamente obviado. Tienen su propio discurso elaborado en su mente y lo repiten cual papapagayos hasta la extenuación. Mientras tú les das réplica, ellos piensan en el siguiente don que sacarán a relucir en la conversación. Como hablar con una pared es hacerlo con estos especímenes cuyo ego tiene la misma dimensión que Júpiter. De su amor a su persona nace tu inquina hacia todos los que pertenecen a su especie. Poco o nada se puede hacer ante narcisistas de tales magnitudes para los que todo, absolutamente todo, lo que hacen es digno de merecer un Premio Nobel. Aunque siempre puedes recurrir a la metodología que empleabas cuando tus padres te regañaban. Pon tu mejor cara de circunstancia, deja la mente en blanco y reproduce sin descanso La barbacoa de Georgie Dann.

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