Paz conventual. Sonido de vencejos en una mañana conquistada por la luz y sin el mediodía pleno del regreso de las Esperanzas a sus barrios. Tiene toda la Pascua grabada en su Cuerpo descendido. Todo es don y todo es ofrenda. Nos abrió el compás de su cuerpo en la hora definitiva de la cruz para acompañar tantas cruces de la vida. Pesebre de Dios en la Iglesia del Convento de la Paz. El más difícil pero el más cierto ante la intemperie -tantas veces- de la vida. Lumbre de Dios que no se ha apagado. Compás de la presencia que acaricia la mano de María. Como una flor en su regazo, desarticulada. Geografía del amor ofrendado en la silueta de su cuerpo descendido. Quién puede hospedarse en la montaña santa de tu misterio. Es la piedra angular de toda la Semana. De toda la pascua. El Dios muerto en el templo de la cruz para buscarnos en el descampado de la vida. Palabra descendida a nuestra altura.

Todo consumado y todo vuelto a nacer. Es la hora de la Cruz. Este año solo en la dulce memoria volvimos por el rumor lejano de un sonido, un recuerdo a seguirla esperando. Lo que más nos conmueve y lo que más nos destierra de la tierra prometida. Y queríamos sentirla en el barrio que se quedó aguardando en sus calles. Tantas veces en la experiencia de los momentos fundantes de la vida, las cosas importantes realmente comienzan antes de su inicio y están llamadas a agotarse antes de que finalicen. Y el final que se acerca de la Semana Santa, tan personal, tampoco llega necesariamente con la mañana de Pascua de Resurrección. Yo siempre lo he buscado en esta tarde del agotamiento de las palabras del Viernes. En los sagrarios apagados esperando la promesa del tercer día. El crucificado nos ha mostrado el nuevo templo con la ofrenda definitiva de su propia vida. Justo en la línea de fractura de este mundo, se ha alzado la cruz. Y regresamos después de haber sido alcanzados por su amor. Agotada la tarde.

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