Uno de los hechos más sorprendentes desde que entramos en el nuevo siglo es el comportamiento de los salarios. Contra lo que cabría esperar, durante los años de la burbuja inmobiliaria su crecimiento fue, según la Contabilidad Nacional del INE, prácticamente plano hasta el comienzo de la crisis en 2008. Sorprende porque en aquellos años de intensa creación de empleo, la escasez de mano de obra cualificada en algunos sectores, como la construcción, provocó sueldos astronómicos en algunos oficios. Sin embargo, es un hecho que corroboran otras fuentes. Según K. Llaneras (@kikillan, enero 2017), que utiliza datos de Eurostat en euros de 2015, el salario medio, neto de impuestos, de un trabajador soltero en el año 2000 estaba en torno a los 19.500 euros y se mantuvo por debajo de los 20.000 euros hasta 2007. A continuación tuvo lugar un fuerte crecimiento, hasta su máximo histórico de 21.000 euros en 2009, para luego volver a caer y nuevamente a comenzar a recuperarse a partir de 2012.

La explicación al lento crecimiento de los salarios durante la burbuja inmobiliaria podría encontrarse en la contención de la productividad, mientras que la sorprendente subida del salario medio durante los primeros años de la crisis es, sin lugar a dudas, el reflejo del fuerte impacto del desempleo entre los trabajadores más precarios y peor pagados. Según los datos de Eurostat, a finales de 2015 habría crecido un 5,8% con respecto a 2000, frente al 23,1% del Producto Interior Bruto, lo que lleva a pensar que la participación de los asalariados en la riqueza generada en lo que va de siglo ha sido más bien reducida, aunque esto no es del todo cierto. Si volvemos a la Contabilidad Nacional observamos que efectivamente la participación de los salarios en el PIB se ha reducido entre 2000 y 2015, pero tan sólo en un punto, desde el 48 al 47% (aproximadamente unos 11.000 millones de euros en 2015), mientras que el excedente de las empresas y las rentas de los trabajadores autónomos se mantiene en el mismo nivel (42%). Esto significa, por un lado, que lo perdido por los salarios ha ido a manos del sector público en forma de impuestos que gravan la producción, que ya absorbe por esta vía más del 10% del PIB; y por otro lado, que la volatilidad en el empleo ha sido considerablemente mayor que en los salarios, quedando patente que la principal variable de ajuste a la coyuntura en lo que va de siglo está siendo el empleo, y no los salarios, con su correspondiente impacto en la corrección de la productividad.

Los datos anteriores indican que el intenso crecimiento de los años previos a la crisis tuvo una fuerte repercusión en el empleo, pero reducida en los salarios, y que en los siguientes, recesión y recuperación, ha venido ocurriendo prácticamente lo mismo. La parte positiva es que cuanto mayor sea la repercusión del crecimiento en el empleo, más equitativamente se distribuyen, supuestamente, sus frutos entre el conjunto de la sociedad. La parte negativa es que si el aumento del empleo no viene acompañado de mejoras salariales, hasta ahora aparentemente ajenas a las ganancias de productividad, la desigualdad continuará aumentando en el país.

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