Análisis

rogelio rodríguez

La España súbita que cambia en una tarde

Todo se sucede a enorme velocidad, salvo la Justicia, lenta pero implacable

Quien padezca de vértigo no está hecho para transitar por la España emocional y súbita que en otro tiempo adoró Ava Gardner, porque era "salvaje y genuina" y se adaptaba a su dramático temperamento. De aquel país de la sórdida posguerra sólo permanece el carácter que tanto deslumbró a la bella y apasionada actriz. Un país galano, de morapios, cantares y máculas éticas, que lo mismo abona espacios de libertad, solidaridad y progreso, que cultiva higueras infernales para engorde de populistas, soberanistas y nuevos inquisidores. Atravesamos un periodo volátil que desgasta el credo institucional. Los acontecimientos se suceden a enorme velocidad, salvo la Justicia, que no por lenta es menos implacable.

En una tarde cae un Gobierno; en seis días, un ministro; en unas horas, el entrenador del equipo nacional de fútbol que aglutina un consenso insólito de banderas por encima de lo deportivo... Y en todos los casos abundan razones para el desalojo. Nada parece estable.

Sólo la Corona suma confianza en la desventura. La condena al ex miembro de la Casa Real Iñaki Urdangarín ha debilitado los pregones republicanos frente a un Rey que apuntala la Constitución y somete sus sentimientos a la Ley. Y, sin embargo, Felipe VI tampoco lo tiene fácil. Ni debe tenerlo, en el considerando de que la viabilidad de Monarquía se sustenta en la ejemplaridad de quien la ocupa.

Impera lo imprevisto. O germina lo sembrado. Ahí está Pedro Sánchez, donde ni él mismo preveía cuando la mañana del pasado día 1 se anudaba la corbata para acudir al Congreso en calidad de candidato sin crédito y, desde el día 3, habita los aposentos en los que, sólo horas antes de su embate parlamentario, un presidente en bata y zapatillas apartaba con el pie la sentencia de la trama Gürtel y otorgaba al PNV prebendas que garantizaban su continuidad. "Toda una vida puede durar una noche", escribió James Joyce. Con el uso, las bolas de cristal de La Moncloa siempre engañan a sus poderosos inquilinos.

A Pedro Sánchez le debió leer la mano una gitana de buen talante, pero la jauría política que él conoce, no la que denunciaba sin fundamento el infeliz Máxim Huerta, manosea la destrucción de los inocentes y de los estúpidos. El nacionalismo extremo reclama el primer pago de la factura, que la ministra Batet pretende abonar a la Generalitat con una propuesta que, por ahora, resulta imposible: recuperar los artículos del Estatut que fueron declarados inconstitucionales en 2010. La astucia demostrada por Sánchez para llegar al poder por atajos vidriosos obliga a descartar que ahora sucumba en el fango del 1-O y en la declaración de independencia del 27 de octubre.

Parece cuestión de pose. La composición del Gobierno, al menos en teoría, y decisiones como la acogida del Aquarius -encomiable si el objetivo, además de humanitario, apunta a la perversa política migratoria de Europa- son los verdaderos nutrientes de un proceso electoral sui generis que comenzó en la toma de posesión. Tan incierto como necesario.

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