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No ha sido un referéndum, pero la democracia española no ha salido indemne del envite. El independentismo ha sido herido, pero no está muerto, ni mucho menos.

No hubo referéndum, sino una farsa, compatible con el drama. La ausencia de las mínimas garantías exigibles a cualquier consulta democrática se agravó incluso durante la misma jornada electoral. No sólo faltaba la junta electoral, las urnas chinas eran opacas, no había sistema regular de recuento, ni mesas electorales ni tarjetas censales.

Desde primera hora se avisó también de que se podía votar en cualquier colegio, en papeletas traídas de casa, sin sobres y con sólo presentar el DNI (luego vimos que también se votó sin DNI, y las veces que cada elector quisiera). Un esperpento que deslegitima definitivamente a algunos personajes esperpénticos de la Cataluña contemporánea. Daban igual los resultados amañados por la Generalitat. Podían haber certificado, si hubieran querido, que votó el 90% del censo. ¿Quién está en condiciones de rebatir a los farsantes?

Se sabía de antemano que iban a votar cientos de miles de catalanes y que la inmensa mayoría iba a secundar a los sediciosos. Se sabía, también, que el principal objetivo del no-referéndum era ganarle al Estado democrático la batalla de la propaganda: que la noticia del día no fuera la insurrección de una minoría territorial frente a la Constitución que consagra la soberanía del conjunto de los españoles, sino la represión legítima y legal -piensan ellos: mientras más desproporcionada, mejor- de ciudadanos que solamente querían votar. Que la imagen del 1-O fuesen los colegios asaltados, las porras en acción y los cientos de arrastrados y heridos, no la defensa del régimen constitucional contra la expropiación de la soberanía de todos.

Este objetivo lo han logrado en buena medida Puigdemont, Junqueras y compañía, sobre todo en el ámbito de la opinión pública internacional. Cierto que no les da para ganar respetabilidad entre los gobiernos occidentales, que no van a cambiar su posición sobre el conflicto, y eso es un problema para los secesionistas: lo que importa en la arena internacional no es que tú te declares independiente, sino que los demás te reconozcan como independiente. Esa batalla sí la tienen perdida.

Pero el Gobierno de la nación sale tocado de la aventura, insisto, por el desenlace aparente de la guerra de la imagen. Quizás ha reaccionado con exceso de tranquilidad (ahora cabe preguntarse por qué se permitió el anterior pseudoreferéndum, el del 9-N), quizás se ha centrado demasiado en el combate judicial contra el separatismo y, con toda seguridad, se confió sin motivo en la lealtad de la cúpula de losMossos d'Esquadra, que se ha demostrado dudosa. Gracias a los mossos abrieron ayer muchos colegios electorales y permanecieron abiertos toda la jornada. Ha sido como contar con 17.000 policías menos para asegurar el imperio de la ley.

Por todo eso el futuro inmediato está cargado de incertidumbre. Llegados a este punto, no está nada claro que los derrotados del referéndum, que son quienes lo convocaron, organizaron y trucaron, rectifiquen su alocada carrera hacia el abismo. Sencillamente, piensan que han ganado y será muy difícil que se aparten de la salida de las CUP: declarar la independencia -el "mandato" de los que votaron ayer-, echarse a la calle y encadenar huelgas generales. Lo cual no llevará a ninguna parte más que a una escalada de la tensión y a la eventual intervención de la autonomía catalana. Malísimo para ellos, y malo para todos.

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