Análisis

Tacho Rufino

Imagina a la gente viviendo en paz

Los inciertos momentos que vivimos pueden dar lugar a una reacción colectiva por conservar los logros de los humanosEl movimiento 'hippie' bien pudiera tener su reedición frente a una visión fatalista del futuro

Las series televisivas y por internet simbolizan un cambio social y cultural que distingue entre quienes soportan una película de metraje largo y quienes consumen el mismo metraje, e incluso más, en sorbos más pequeños y encapsulados en forma de capítulos; y sus temporadas, las series. Éstas, que cursan en un máximo de cuarenta minutos, son la medida de la capacidad de mantener la atención a las que nos engancharon las ventanas múltiples frente a la pantalla infinita, la inmediatez, la hiperconexión y la inevitable superficialidad contemporánea (no es que antes fuéramos más profundos todos, pero ése es otro cantar). Doctores tienen el cine y la televisión; uno habla como consumidor ocasional de series, o sea, casi de oídas. Dentro de todo ello, la diferencia entre las series tradicionales y las de ahora es -para quien, como quien suscribe, es del todo encuadrable en la categoría tradicional- que uno se puede dar un festín de capítulos, ir y volver entre ellos, sufrir spoilers o protegerse de los mismos, todo a tiro de clic, sin acudir a la programación de los canales en la penúltima página del diario. La serie es, frente a la película, el paradigma de una transformación de la industria audiovisual y de las costumbres: su flexibilidad y su carácter más efímero adaptan la forma de consumir historias con imágenes al sino de los tiempos. Nada que objetar, ningún patético pataleo. Uno, dentro de su natural incapacidad de concentrarse ante la pantalla -por eso, el cine y su bendita reclusión en penumbra me hicieron cinéfilo-, comprende todo, perdona todo, e intenta adaptarse con espíritu deportivo a las nuevas circunstancias. Y saca conclusiones aquí y allá.

Por una pariente en primera línea supe de la serie La valla, que, aunque se rodó en 2019, profetiza que en 2020 surgió un virus, que proliferó y que, sin haber sido metido en cintura y con una sanidad pública colapsada, nos traslada a un 2045 que nos ofrece un escenario de autoritarismo, máxima desigualdad, etc.: una distopía de lo más contemporánea y oportuna. Parece mentira que la serie fuera ideada antes de esta pandemia. Sea como sea, debemos estar de buen humor en la medida de lo posible, y, con una pirueta histórica, convertir el escenario malo en uno bueno. You may say I'm a dreamer, but I'm not the only one, imaginó John Lennon nueve años antes de ser tiroteado por un loco.

Dado el estado cultural y de desarrollo de las expectativas de la mayoría de nosotros y nuestros hijos, bien pudiera ser que el panorama oscuro, cruel y desesperanzado de La valla -da igual la serie, no se meta usted en verla, tampoco- tenga una luminosa alternativa: una reedición de la cultura hippie, de la bondad ecuménica, del afecto sin contrapartida, de los nobles sentimientos; no tanto -sólo en las fiestas- del colocón. Del Teach your children de CSN&Y, por si a alguien le suena. Aquel movimiento que vino tras la Guerra del Vietnam estadounidense (y vietnamita, y de otros). Por qué no apostar por un mundo poscoronavirus donde la gente apueste por relacionarse mejor, en vez de por otro que sólo ofrezca lúgubres condenas y cadenas para los niños que van a nacer. O sea: apostar por una reacción colectiva, o de suficientes personas, por una sociedad mejor es un desiderátum, pero también una reacción de defensa y mantenimiento de los artefactos que los humanos hemos creado al largo y ancho historia. La civilización prevalecerá en su versión conservadora de lo bueno; del arte, la música, la fraternidad, los derechos sociales, el cariño a los más débiles, el conocimiento y la creatividad, la igualdad de oportunidades, la protección de la madre naturaleza, el castigo de la maldad. Es una hipótesis plausible. Nada volverá ser como antes, pero nunca lo fue. Por qué no.

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