La ascensión de Lionel Messi a lo más alto del planeta fútbol ha encendido un debate no por recurrente insípido. Unos han blandido el último argumento que les quedaba pendiente para defender que el ciudadano de Rosario es el mejor futbolista nacido. A lo que otra legión de contrarios a esta corriente ha reaccionado con su defensa de su añeja idolatría a Pelé, a Maradona, a Di Stéfano incluso. Y yo digo que a qué esa obsesión por comparar y fijar canónicos rankings.

Para mí, comparar a Messi con Maradona es como comparar a genios de las artes realmente nobles que son hijos, cada uno, de sus tiempos. Igual que siempre se pierde algo, aunque sea poco, al traducir una obra de un idioma a otro, siempre vamos a perder algo, y por tanto seremos injustos, si nos empeñamos en echar a pelear a Hitchcock con Eastwood. O a Valdés Leal con Dalí. O a Bach con Beethoven.

La iglesia maradoniana se ha apresurado a rescatar montajes de vídeos en los que Diego era una suerte de conejo ante una jauría de perros. La cascada de entradas escalofriantes, muchas veces resueltas con una amarilla, otras ni eso, plasman que en el fútbol de los setenta, ochenta o noventa, era mucho más difícil que el genio creara a rienda suelta como hoy.

Messi no debe pedir perdón por que hoy el genio esté mucho más protegido y que los terrenos no sean patatales o lodazales, y quizás Maradona, si viviera, sí que debiera arrepentirse de su vida autodestructiva, argumentan los correligionarios del rosarino. Entre unos y otros, levantan la mano quienes defienden que en aquel fútbol de balones pesados como piedras, Pelé sí que fue casi sobrehumano muchos años.

Y yo digo: ¿por qué no solazarnos con los genios de cada momento y que cada cual se quede con lo que le plazca dentro de ese museo de la memoria? Ya lo dijo Gabriel García Márquez: "La vida no es la que uno vivió, sino la que recuerda y cómo la recuerda para contarla".