Una persona pasa ante el retrato de Mario Soares en Lisboa.

Una persona pasa ante el retrato de Mario Soares en Lisboa. / EFE

Afinales de abril de 1975, un año después de la Revolución de los Claveles, el PSOE y la UGT enviaron tres representantes para asistir a las celebraciones del Primero de Mayo en Lisboa: Antonio Herrera, alias El Peluca, de Sevilla, trabajador en una fábrica de bovedillas; Alfonso Perales, de Alcalá de los Gazules, estudiante de Historia; y un servidor, doctor en Derecho y PNN de Universidad. Un obrero, un estudiante y un intelectual orgánico. ¡Cualquier cosa!

Cruzamos a Portugal por Rosal de la Frontera, llenamos de pintadas del PSOE y la UGT todas las paredes blancas que nos encontramos por el camino, y llegamos al hotel de Lisboa en el que nos esperaba Manolo Simón, compañero del PSOE y la UGT, procedente del exilio en Toulouse, políglota y representante en Lisboa de la CIOSL (Confederación Internacional de Organizaciones Sindicales Libres). El socialdemócrata Manolo Simón: "¡Un agente de la CIA!", según afirmaban los comunistas y otros revolucionarios portugueses de la época.

Esa primera noche, Manolo Simón nos llevó a dar una vuelta por el centro de Lisboa. Las pintadas, por doquier, reflejaban el espíritu de una revolución en acto: "No al capitalismo", "No a la banca", "No a la Iglesia", "No a la OTAN"… No a todo, en general. Dos pintadas me impresionaron especialmente: "No a los cementerios", -cosa que sigo sin entender-, y "¡Nâo!" (¡No!), así, simplemente: "¡Nâo!"…, ¡a lo que haga falta! "Ya lo iremos explicando, poco a poco, desde el poder", pensé yo que pensarían ellos. ("No es no", se ha dicho hace poco por aquí).

Todos los actos del Primero de Mayo estaban organizados por la Intersindical, entidad con vocación de sindicato único y controlada por los comunistas portugueses. Hacían alarde de su capacidad de dominio. Despedían un cierto tufillo totalitario e intolerante con las ideas diferentes, pero le sacaban ventaja a los socialistas: las reuniones que convocaban ellos empezaban a la hora en punto; y las reuniones con el Partido Socialista Portugués empezaban tres cuartos de hora más tarde de lo previsto. "Así no vamos a ningún lado", se me ocurrió pensar. Y confirmé dos actitudes, para toda la vida: hay que ser siempre puntual, primero; y hay que mantener la identidad de la UGT, como sindicato independiente, segundo.

El Primero de Mayo, los propios trabajadores del hotel nos fueron llamando a todos los huéspedes: el hotel se cerraría por unas horas, para que todo el mundo asistiera a la gran manifestación. Mis compañeros Perales y Peluca fueron recogidos para sumarse al cortejo, y yo fui invitado al palco del estadio, desde el que los vi llegar, luchando contra el viento que tiraba hacia atrás la gran pancarta del PSOE y la UGT. Uno arriba y otros abajo, los tres aprendimos que había que hacer agujeros a las pancartas elevadas: es difícil ir contra el viento, a velas desplegadas.

Mario Soares, líder del PSP -el partido más votado para la Constituyente-, estaba en el palco, en segundo plano, marginado por los militares del MFA y los dirigentes sindicales comunistas. A su llegada, un exaltado intentó agredirle con un cuchillo, pero siguió allí a pie firme, con aspecto de quien espera su oportunidad.

Por aquella época, Álvaro Cunhal y los suyos no veían como necesarias las elecciones, pero la oportunidad llegó un año después, en 1976, con las votaciones tras la Constitución. El Partido Socialista fue el más votado y Mario Soares se erigió en el gran protagonista de la construcción del Portugal moderno. Lección final: la última palabra la deben tener los ciudadanos serenos votando y no las masas enfebrecidas, con gritos o con pintadas. Hoy podríamos decir: menos tuits, menos democracia instantánea y más elecciones reflexivas.

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