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El problema no está en los másteres, el problema está en la titulitis crónica. Dícese de ese invento que se ha convertido en pandemia contagiosa y que roza la estupidez suprema por la que la sociedad se ha montado un chiringuito tal, que con él se establece que aquel que no tiene dinero para costearse su formación postestudios vale menos que el que sí. Que el haberse pasado unos meses paseando los apuntes de aquí para allá en una nueva universidad lo capacita mucho más que antes, a pesar de que a sus espaldas ya lleve cuatro años de esfuerzo bastante bien medido. Un entramado de tal calibre que crea distinción por clases, ya no sociales, sino intelectuales y que nos vende como panacea a todos los males los contactos como llave indispensable para entrar en las grandes empresas. Las universidades privadas, los MBA, los títulos especializados que permiten (debe ser esto así) hacer listo al que es tontolaba de nacimiento, porque después de haber apoquinado 20.000 euros, cifra arriba, cifra abajo, el titulado en cuestión consigue un contratito. Entiéndase en el término acortado la posibilidad de hacer que alguien se haga ilusiones en una empresa durante unos seis meses y que pasado el tiempo de prueba mal pagado, ésta le diga aquello de: adiós y tenga usted mucha suerte. Al peso, la diferencia de la inversión del zagal es bastante cuestionable.

De las cosas más absurdas de este mundo, creo haber topado con la que menos sentido tiene. Pero cuando un dirigente llega al poder, lo cierto es que uno espera que tenga formación, que sepa de qué habla o cómo lo habla. Un apunte: el único presidente español que dominaba dos idiomas a la perfección era precisamente uno socialista, Felipe González, bilingüe con el francés. Pero no obstante la democracia nace justamente de aquella idea contraria a la aristocracia, la sofocracia o el gobierno de los sabios del que hablaba Platón. De la igualdad de oportunidades, de la representación plural y heterogénea; de la presencia del pueblo tal y como este es. Es por eso que la convivencia de varios perfiles, también a nivel formativo, no solo no debería sorprendernos, sino que deberíamos defenderla si de verdad creemos en el sistema.

Este afán por lo académico ya empieza a ser pesado. Un negocio con el que entidades que debían ser públicas en esencia se lucran. En la era de lo comprobable lo que menos vale es tu experiencia, tu empatía, tu capacidad. Unos valores inherentes a los recursos humanos para los que todavía no se han inventado niveles definidos con combinaciones de letras y números, aunque todo llegará. Lo importante de todo esto no son los másteres o las firmas o los papeles que jamás aparecen, lo que vale, como siempre en la vida, es la honestidad. Un bien del que van escasos aquellos que se postulan a gobernarnos.

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