TIEMPO El tiempo en Sevilla pega un giro radical y vuelve a traer lluvias

Hace pocos días leímos la noticia de la aparición de restos humanos en las criptas abiertas por trabajos de restauración de la Iglesia de Nuestra Señora de Consolación del convento de la Orden Tercera de San Francisco; dicho en sevillano: la iglesia de los Terceros de la calle Sol. Los restos encontrados eran en parte unos pequeños féretros que, por su tamaño, se presumían de niños que podían haber fallecido por una epidemia. Y la noticia me hizo recordar el tiempo pasado en ese lugar, cuando la iglesia mencionada era, para todos nosotros alumnos de los Escolapios, la iglesia del colegio.

De buena mañana, antes del inicio de las clases, íbamos a la iglesia cruzando patios y escaleras del antiguo palacio de los Ponce de León, después de pasar por la portada del colegio que construyó Juan Talavera y Heredia. Ya he escrito en otras ocasiones la influencia tan decisiva de la obra de Juan Talavera en mi vida de arquitecto sevillano. Los blancos y amarillos y la cerámica azul y verde que asoman en mis trabajos están ahí desde los años de la infancia. Y el gran tamaño de la Iglesia de los Terceros. Como ustedes pueden comprender las amplias dimensiones, las yeserías y molduras y los tres órdenes de la nave central y bóvedas, etc.., cubriendo una serie interminable de bancos llenos de niños de punta a punta, durante todos los días a lo largo de once años, no es algo que sea un episodio pasajero en la vida. Como la impresión que producían los enormes paños de luto que cubrían todos los retablos en el tiempo Cuaresma y los momentos en que la mente se ausentaba de la función religiosa de turno y la vista se perdía en los numerosos elementos decorativos de la iglesia. Como aquella gran letra S de color rojo que se enroscaba en un puntiagudo clavo negro que adornaba tanto una capilla como las puertas del compás que se abría a la plaza de Ponce de León. Pasó tiempo hasta saber que eran el escudo de la Hermandad de la Esclavitud fundada por los Terceros en el XVII y que en los años cincuenta del siglo pasado, aún desaparecida desde la ocupación francesa, lanzaba nuestra imaginación infantil.

No hace mucho comentaba con el actor Juan Carlos Sánchez nuestros años en los Escolapios y los ratos en el coro, él como solista, y de los buenos, y yo en el montón. La bella perspectiva de la Iglesia desde la alto del coro y la interminable escalera de caracol que nos llevaba hasta allí. No podíamos imaginar entonces la de horas juntos que la profesión teatral nos tenía reservadas. Hasta hoy mismo en que seguimos teniendo proyectos compartidos. Ni la de veces que pasaríamos por la calle Sol, con una breve parada ante la portada barroca de aires coloniales de la iglesia. Camino de las muchas horas de ensayos en la calle Alhóndiga, de tertulias en el Rinconcillo, de clases en el Centro Andaluz de Teatro en San Luis y en los últimos tiempos camino del Centro de Documentación Teatral en San Lucía, calle abajo. Es difícil valorar cuánto de lo que somos y lo que hacemos lo debemos al privilegio de haber vivido en estos edificios. Pero recordarlo siempre está bien. Eso creo.

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