Se ha definido a Felipe VI como “un Rey en la adversidad” (título del libro de Jose Antonio Zarzalejos): adjetivación que resulta doblemente acertada. Al rey Felipe VI le ha correspondido, en efecto, vadear tiempos particularmente adversos, como reconoce el 76% de todos los españoles; y lo ha hecho sabiendo ejercer nuestra Jefatura del Estado (es decir, ser Rey) precisamente en la forma y manera que establece nuestra Constitución y tal y como circunstancias tan adversas requerían. Y así se lo reconoce también un idéntico 76% de nuestra ciudadanía (y ni más ni menos que el 90% de los votantes, en 2019, del PSOE y el 94% de los del PP).
No lo ha tenido precisamente fácil el rey Felipe VI en sus primeros ocho años como Jefe de nuestro Estado constitucional, democrático y parlamentario. Un recuento somero incluye las siguientes turbulencias, no precisamente banales: un emocionalmente inflamado proceso independentista en Cataluña, con proclamación fallida de una república incluida; cuatro elecciones generales (lo que supone una por cada 1,8 años de reinado, frente a un promedio de una cada 3,4 años entre 1977 y 2014); ocho rondas de consultas para proponer presidente del Gobierno (frente a solamente diez en todo el reinado de Juan Carlos I); la investidura, por vez primera en nuestra democracia de un gobierno de izquierda/extrema izquierda (con el apoyo parlamentario de otras fuerzas, nacionalistas e independentistas); un cuestionamiento extemporáneo y desabrido, desde alguna instancia mediática e, incluso desde parte del propio Gobierno, de la actual monarquía parlamentaria y del etiquetado como “Régimen del 78” en su conjunto; la eclosión de toda una serie de cuestiones, delicadas y graves, referidas al Rey emérito que le han llevado a fijar su residencia fuera de nuestras fronteras; y, por si fuera poco, una grave pandemia cuyo impacto (económico, laboral, anímico) está lejos aún de estar bajo control y a la que ahora se añaden todas las turbulencias que el ataque de Rusia a Ucrania está generando.
Todo este cúmulo de factores han ido sucesivamente carbonizando, eso sí, a las principales, y muy dispares, figuras que han poblado en este tiempo nuestra vida política nacional. Ninguna de ellas, en momento alguno, alcanzó un nivel de apoyo popular que no quedara a años-luz –demoscópicamente hablando– del 73% que ahora aprueba (como por lo general lleva haciendo desde 2014) a Felipe VI, por su forma de ejercer las funciones que constitucionalmente le corresponden.En Felipe VI los españoles valoran, masivamente, virtudes que tanto añoran no ver más en nuestra escena política: su preparación y capacitación para el cargo que desempeña (91%), sus esfuerzos, dentro de sus muy tasadas competencias constitucionales, por consolidar y defender nuestra actual democracia (78%), su capacidad de inspirar confianza (76%) y su igual trato a todos los líderes políticos, con independencia de su ideología (71%), algo que por cierto no siempre ocurre al revés.
Resulta por otro lado significativo que, finalmente, toda la trompetería tosca y sedicentemente anti-monárquica y pro-republicana (de Unidas Podemos, con acompañamiento de ERC, Bildu y, en ocasiones, del propio PNV y hasta de algunos sectores minoritarios socialistas) parezca haber propiciado más su propio desgaste, en cuanto a apoyo popular, que el de la institución que utilizaron como diana principal. Y es que hay quien, perdido en el tiempo, sigue pensando que la disyuntiva monarquía-república sigue teniendo alguna significación en el mundo actual. A las monarquías que en el solar europeo existen (Suecia, Dinamarca, Países Bajos…o España, por ejemplo) Montesquieu las hubiera etiquetado como hizo con la Inglaterra de su tiempo: “repúblicas vestidas de monarquías”. Todas ellas ocupan hoy, según las evaluaciones expertas disponibles, los primeros puestos mundiales en cuanto a calidad democrática. No así algunas repúblicas que algunos aun admiran, simplemente por serlo (como Nicaragua, Cuba, Rusia o Venezuela). Y es que en, en realidad, el único y cada vez más acuciante dilema que hemos de afrontar en este tiempo, y los españoles parecen tenerlo claro, no es ya (y desde hace mucho) la ahora hueca contraposición entre monarquía y república, sino la, en verdad, decisiva y determinante opción entre democracia (tal y como se entiende y practica en nuestro solar europeo) y no democracia. Tengámoslo claro en este octavo aniversario.
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