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Análisis

Manuel Mostaza Barrios

Politólogo

Sentimientos y votos: una relación (aún) por descubrir

De todas las emociones que influyen en la voluntad política, el miedo, sin duda, es la más poderosa

El impacto que los brutales atentados que se cometieron en Cataluña el pasado 17 de agosto puede tener en el ciclo político-electoral que se avecina en aquella comunidad autónoma es aún difícil de estimar. Si desde hace tiempo los científicos sociales sospechaban que los ciudadanos no votaban siguiendo un análisis de cálculo racional, los últimos avances en neurociencia parecen confirmar aquel rumor que circulaba, sotto voce, en los cuarteles generales de todas las empresas demoscópicas: las emociones son muy importantes a la hora de configurar la voluntad del voto y no es posible analizar con exactitud, con la tecnología actual, en qué grado influyen y cómo se configuran. Pero eso no implica que debamos renunciar a hacernos preguntas y a conjeturar respuestas sobre la configuración del voto, basándonos para ello en la experiencia y en el conocimiento acumulado elección tras elección.

De todas las emociones que influyen en la configuración de la voluntad política, el miedo es sin duda una de las más poderosas: según una encuesta que Sigma Dos dio a conocer hace pocos días, en un estudio realizado apenas un par de semanas después de lo ocurrido en Barcelona, se concluye que uno de cada cuatro españoles reconoce haber cambiado sus hábitos de ocio por miedo a un atentado islamista. Podemos hablar de miedo en una doble dimensión: el miedo social, es decir el miedo a quedar aislado, lo que genera lo que se conoce en Sociología como una espiral del silencio (y una parte importante de la comunidad inmigrante y castellanoparlante en la Cataluña rural es un buen ejemplo) y el miedo individual, el miedo a sufrir la violencia física de los otros. Es en este último sentido en el que podemos vincular terrorismo y miedo: el terrorismo asesina a uno para atemorizar a mil, como lleva pasando desde su surgimiento moderno a mediados del siglo XIX. Y se atemoriza para obtener réditos políticos. Porque detrás del terrorismo siempre hay política. Esto no lo legitima, ni lo convierte en algo socialmente digno; lo que pasa es que, más allá de la retórica biempensante, desgraciadamente la historia nos ha demostrado que el terrorismo muchas veces consigue objetivos (políticos) con sus actuaciones. Y también nos ha demostrado que adjetivar como "político" un acto suele darle una legitimidad a ojos de muchos que de otra manera no tendría.

Cuando un asesino aborda una calle llena de civiles desarmados con la intención de matarlos, está buscando una cosa para alcanzar otra: publicidad y difusión para, a través de la misma, causar miedo al conjunto de la sociedad. Los actos terroristas solo tienen sentido cuando funcionan como propaganda. Como hace años nos enseñó Sánchez Ferlosio, a un terrorista no le vale de nada que víctima potencial (un policía, un sacerdote…) muera de causa natural un minuto antes de asesinarla. Le vale cuando lo mata él porque, a través de este acto de propaganda, consigue transmitir su mensaje de miedo: el miedo a vestir un uniforme o, en el caso de la locura yihadista, a salir tranquilo a la calle a pasear. Pero no es un miedo unidimensional: también busca causar miedo entre la propia comunidad (en este caso musulmana), a raíz de las reacciones descontroladas que se puedan dar contra ella como reacción emocional a la violencia; se legitima así el discurso de "estáis en tierra de infieles y ellos os odian".

Una última reflexión: esta dimensión hipercomunicativa del terror encuentra su caldo de cultivo más adecuado en las sociedades líquidas de la postmodernidad (sociedades que, entre usted y yo querido lector, están ya un poco pasadas de vueltas): la sentimentalización de la vida nos lleva a exaltar lo extraordinario en detrimento de lo cotidiano, como ha señalado con acierto el profesor Arias Maldonado. Por ello, todos los momentos son históricos quizá porque en realidad ninguno lo es y esto genera una cierta espectacularización de las noticias que afectan a este tipo de actuaciones. Ello nos debe llevar a pensar en frío sobre el papel de los medios de comunicación para combatir el miedo que quiere causar el terrorismo. Es un equilibro delicado: dar información veraz y aumentar el número de lectores / espectadores sin ayudar a amplificar el miedo. En este sentido, difundir a todas horas y analizar de manera recurrente a lo largo de los días el vídeo del enloquecido hijo de la Tomasa es servir de altavoz a las locuras asesinas de los terroristas islámicos. Los medios deberían reflexionar sobre la emisión de estos vídeos del Daesh porque esa difusión descontrolada ayuda a la labor de los criminales. De la reacción que como sociedad tengamos ante un tipo de terror con el que vamos a convivir durante años, dependerán las posibilidades que este mismo terror tenga de influir en las emociones de los ciudadanos y, por lo tanto, en la configuración final de sus votos ante las urnas.

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