Se esperaban la una a la otra cada mañana. A veces una tardaba en llegar porque las sábanas se le habían pegado y al café le había echado sal en lugar de azúcar. Cuando la espera se excedía, la otra corría hacia su portal y llamaba al telefonillo de forma insistente. Tras la regañina por la tardanza, caminaban a paso ligero hacia la parada del autobús. El trayecto no era largo. Apenas un par de paradas las separaba de su destino. En la brevedad del trayecto hablaban del fin de semana, de amores imposibles y de la peculiar forma de las nubes. El trasiego de las clases las mantenía ocupadas pero los mensajes clandestinos en forma de papelillo les permitía continuar con la charla.

Las preocupaciones de adolescentes compartían desayuno con el horóscopo de alguna revista juvenil en el descanso de media mañana. Uña y carne, no se despegaban ni para hacer la visita de rigor al lavabo. Clases, exámenes, un suspenso y una nota en la agenda. Nada que no remediase la parlanchina vuelta a casa. Conversaciones atropelladas, interrupciones constantes. Mucho que contar y demasiado poco tiempo. Al fin y al cabo, ¿qué son dos paradas cuando la vida se escapa de la boca? Charlas pendientes que se retoman a media tarde, cuando la tarea está terminada, el temario memorizado y en casa dan la venia para dar la vuelta vespertina. Cotilleos, la solución a un ejercicio de matemáticas y un secreto inconfesable que se muere por ser confesado. Paquetes de pipas, pompas de chicle y miradas de soslayo a un tobogán. Regresión a la infancia, esa que no les queda lejana porque ayer empezaron a crecer. Risas en los columpios, el chico guapo que pasa y no mira, el que les gusta, se acerca y es cómplice . Más risas. La noche que cae y el toque de queda. De todo y nada han hablado y todo les queda por decir. Mañana más. Mañana las espera la vida.

Veloz y con prisas la vida las alcanzó. Una volvía a llegar tarde, a la otra de nuevo le tocó esperar. Una perdía un tren, la otra anhelaba que el suyo llegase en hora. Y allí, en el tiempo de espera y sin saber cuántas serían las paradas, volvieron a coincidir bien pasada la adolescencia. Miradas que huyen, un silencio prolongado y el puño apretado en el bolsillo. Un saludo que se cae de la boca y un qué tal de los que no se contestan. El tiempo que les faltaba en dos paradas les sobró en más de mil kilómetros. La vida eran dos paradas y la muerte les llegó antes de arrancar el tren

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