Atinaba ayer Carlos Navarro. El problema es la falta de criterio. Un público masivo, cada vez menos empático con la esencia religiosa de esta celebración, deambula por las calles en busca de emociones. Parafraseando al poeta, falta inteligencia para saber el nombre exacto de las cosas, por donde vayan a esas cosas que celebramos "los que no las conocen" y "los que ya las olvidan". Cada vez resulta más difícil encontrar a quien conozca la medida y la razón de ser de cada parte en el conjunto.

No puede negarse que la Semana Santa ha sido cambiante y versátil a lo largo de la historia, pero su naturaleza penitencial y catequética de instrumento para llevar al pueblo la conmemoración litúrgica de la Pasión constituye un núcleo inmutable que la identifica. Esta era la esencia y los que frecuentaban las procesiones la conocían, cada uno a su modo. Por su parte, la amalgama de elementos que gira en torno a este centro permanente ha cambiado a lo largo de la historia. Espacios y tiempos, vestimentas, rituales, alegorías, guardias y otros acompañamientos, surgen, se pierden y vuelven a aparecer al ritmo de las modas, de las mutaciones urbanas, de los cambios de sede o de las ordenanzas civiles y eclesiásticas.

El problema es que no sólo el público sino incluso los gestores de las cofradías se distancian de modo inconsciente del sentido nuclear de la Semana Santa, sobre el que reposan esos aditamentos que van y vienen con el tiempo. Buscan todos la fidelidad a la esencia en esos elementos accidentales y mutables, que se revisitan una vez y otra con voluntad de ser fieles a la tradición, a una tradición que tantas veces no llega al siglo. Esta afanosa búsqueda se envuelve en ocasiones en una vertiginosa espiral hacia lo extraordinario y se trufa por un inconfesado anhelo de emulación. Se explica así que muchos den más valor a la recuperación de un manto antiguo, a la interpretación de una marcha perdida o la conservación de un itinerario, que al sentido trascendente de la visita, siquiera sea fugaz, a un Monumento, centro en el que confluyen la memoria de la Pasión y la presencia real de Cristo en la Eucaristía.

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