Análisis

José Ignacio Rufino

Trump, el tahúr planetario

Tras insultar a Angela Merkel y Theresa May y lo que ellas representan, el presidente de EEUU se desdice sin empachoEs un delirante jugador de póquer cuyas cartas marcadas y faroles tienen efectos mundiales

Durante el siglo XVIII en Inglaterra la profesión de tahúr era tolerada socialmente, lo cual se confirmaba con la práctica habitual de que el profesional de las cartas, los dados o cualquier otra actividad proclive a desplumar a un incauto u otro profesional, preferiblemente con trampas y hasta balaceras, tomara a su cargo a un aprendiz. Ya en el recién nacido Estados Unidos, los tahúres se asociaron a los barcos de vapor, que les comisionaban parte de las ganancias obtenidas en la travesía, y se reservaba el derecho de tirar por la borda al tahúr si éste se descantillaba. Barcos que hacían la ruta entre estados de resonancias peliculeras tan grabadas en la mente desde la infancia, que parece que uno hubiera pasado los veranos por la parte de Mississippi con el primo Tom Sawyer: Wisconsin, Arkansas, Minnesota, Illinois, Kentucky, Louisiana. Vendedores de crecepelo, esclavos desencadenados buscándose la vida por poblados llenos de gente armada, saloons con o sin putas con cicatrices y ferreterías que se llamaban Hardware Store. Ése era el verdadero biotopo del tahúr. Mucho antes de convertirse en un icono del socialconservadurismo (o sea, de la izquierda que se ha hecho conservadora con la edad y el rumbo económico) e incluso de la derecha de toda la vida, Alfonso Guerra llamó "tahúr del Mississippi" a Adolfo Suárez. Desde luego, sus cartas y sus bazas las jugó bien el primer presidente de la Transición. Pero un tahúr de Ávila es una propuesta conceptual falsable de suyo, como lo sería un palmero de Iowa. El gran heredero del tahurismo es el presidente del país más rico y poderoso del planeta. Con otras palabras que no recuerdo, decía Manolo Barea en estas páginas hace un tiempo que la ventaja de escribir columnas en provincias es que se puede dar caña a un plutócrata global, a un mafioso que entierra basura o a un millonario en la Casa Blanca sin temer un sorda acometida como respuesta o un sabotaje en los frenos de tu coche. Yo creo que The Economist ha llamado cosas peores a Donald Trump. Lo cual, según lo dicho, tiene gran mérito por mucho que los reportajes de esta revista no lleven firma alguna.

Hay un rasgo del tahúr Trump -el apellido va al oficio como el aceite a las espinacas- que lo hace especialmente odioso. No es esa repelente forma de contraer los morritos al hablar. No es tampoco el punto farmatint extreme del tupé. No es su prepotente forma de dar la mano: recuerden el apuro del primer ministro japonés al estrechársela a Trump sin poder zafarse de las sacudidas impropias e interminables de Mr. President; apuesto a que tal deshonor hubiera movido al abuelo de Shinzo Abe a plantearse el harakiri. No es tampoco la forma en que echa estiércol sobre la figura del empresario, avivando las sospechas de muchos de que un porcentaje alto de los hombres de negocios son extractivos, comisionistas, mentirosos por sistema, compradores de voluntades, perpetuadores de su poder a costa de sus socios y del negocio que ordeñan: todos esos tópicos que, lamentablemente, se cuecen al calor de no pocos casos y hechos que confirman la leyenda negra, no sólo en el Mississippi o en Wall Street. ¿Qué es, pues? Es su absoluto desparpajo y desvergüenza a la hora de afirmar que no ha dicho nada de lo que ha dicho, o sea, de envainar el colt aún humeante y negar haber disparado. Lo ha hecho con Angela Merkel y Theresa May, meándose literalmente en Europa: tras insultarlas -como mínimo políticamente- niega haber dicho lo que dijo. Un auténtico jugador de póquer cuyas cartas marcadas, apuestas, faroles y descartes son mundiales. No son de película de John Ford. A este tahúr, o los votos lo tiran por la borda del vapor, o va a desplumar a medio mundo. Empezando por Europa.

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