Análisis

José Joaquín Gallardo

Decano del Colegio de Abogados de Sevilla

Último reconocimiento a un maestro de la abogacía

El año ha comenzado con una vida definitivamente nueva para el querido don Manuel Olivencia Ruiz, persona excepcional, maestro de juristas y abogado ejemplar. En el día de su onomástica se han visto confirmados los temores que muchos albergabamos. Don Manuel ya no está físicamente entre nosotros, aunque ha quedado inscrito para siempre en la historia del derecho y la justicia.

Sabido es que los abogados siempre apuramos los plazos, y así nos ha sucedido con quien se incorporó al Colegio de Abogados de Sevilla en marzo de 1960, siendo durante casi cincuenta y ocho años uno de los mejores de los nuestros. En su dilatada y fecunda trayectoria profesional don Manuel ha sido siempre un incansable trabajador intelectual, brillante y elegante por naturaleza, exquisito en el trato y las formas, insuperable en su oratoria y excelso en maestría. Por eso siempre fue un auténtico placer oír sus disertaciones y conversar con él.

Cuando el pasado mes de noviembre le entregamos la Medalla de Honor de su querido Colegio de Abogados, yo, como decano, intuí que por desgracia su plazo vital estaba a punto de vencer. Su brillante oratoria de siempre no logró encubrir la tristeza profunda que delataba su mirada. Faltaba su perenne sonrisa. Se le notaba herido en el alma por una vida que tanto le había sonreido y que, a la vez, tan duramente le había tratado arrebatandole a dos de sus hijos. Don Manuel estaba triste y parecía vencido.

El ministro de Justicia y yo le hicimos entrega de la máxima distinción colegial en la creencia de que él también sabía que probablemente aquel sería su último reconocimiento profesional, como de hecho sucedió. De esa manera los abogados, alumnos suyos muchos y compañeros de profesión todos, le honramos públicamente casi al final de sus días, haciendo justicia al filo de que venciese el plazo fatal. A lo máximo que alguien puede aspirar es a que los suyos le reconozcan la gran obra de toda una vida. Y los letrados sevillanos lo hicimos justamente al final, cuando el reconocimiento era abrumador e incuestionable. Cuando su maestría profesional y su bondad personal resultaban ya indubitables para todos. Como siempre al final, pero hicimos justicia a su persona.

Hemos perdido a un verdadero abogado de raza: hijo, hermano y padre de abogados. Nos queda el honor de haber compartido con él profesión, aprendiendo tantas y tantas lecciones como ha dejado dictadas. Nos queda también su constante lección de honradez en la vida y el grato recuerdo de haber gozado de su afecto, aunque hoy lógicamente nos invade la profunda pena por la pérdida de esa magnifica persona. Descanse eternamente en la paz de Dios quien en vida ha sido maestro en todo y también en el noble oficio de la abogacía.

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