Quejarse de dinero es de mala educación, por eso de lo que me voy a quejar es de los alquileres. Les voy a hacer una cuenta sencilla. Si un ciudadano A cobra un sueldo de 1.000 euros y destina 700 a su alquiler, ¿cuánto le queda para vivir? Si un mes tiene cuatro o cinco semanas y de ahí tenemos que sacar los gastos fijos, como son: lo invertido en luz, internet, teléfono móvil, coche, gasolina o transporte público y comida, dígame, ¿le salen a usted las cuentas? Si es así, enséñeme el mecanismo porque no lo encuentro por mí misma.

Cuando en 2008 se hablaba de crisis y de burbujas inmobiliarias nadie supo lo que significaba hasta que el dinero dejó de fluir. Entonces, familias de clase baja que habían vivido como ricos gracias al interés incesante de los bancos (generosas entidades sin ánimo de lucro y que se fiaban de la enorme bondad del trabajador medio) y campaban a sus anchas. Coches, dúplex, casas en la playa… La era del derroche en la que jóvenes, a los que se les había prometido un cambio en el sistema, se dilucidaba en la lujuria de los años de excedentes.

Ahora, que hemos aprendido la lección, vivimos mejor. Ya no cedemos ante el poder de las hipotecas, ni queremos coches, ni motos que nos aten. Esta generación postcrisis va en patinetes y bicicletas por los carriles públicos. Posterga su paternidad, su felicidad, su futuro, todo ello para que no le pase lo que le pasó a la generación anterior. No se compromete, no madura ni crece y sigue teniendo trabajos que no exigen de responsabilidad. Vive de alquiler y de manera nómada, aunque, al hacerlo, tenga que vivir toda su vida con desconocidos. Esa generación que huye de los errores del pasado de forma discreta, sin exigir ni gritar las faltas de respeto que se le dedican a diario desde el propio gobierno o las instituciones, es desde hace mucho una generación muerta. No avanza. Está en el mismo sitio que hace 10 años. Pero la que no está hipotecada con ningún banco (válgame Dios) a día de hoy, tiene mucho más que antes hipotecado su futuro.

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