Análisis

José Ignacio Rufino

En la biblioteca del pueblo

La demagogia economicista al uso desprecia a ayuntamientos de pueblo y diputaciones e ignora sus esfuerzos y logrosSantuarios de la reflexión y la cultura resisten a pesar de la despoblación

En estos días de, como decimos, "descanso activo" que paso en un pueblo serrano, recalo en la biblioteca pública, un santuario laico de estudio y lectura cuyo silencio es deliciosamente perturbado de cuando en cuando por voces apenas susurradas. El silencio compartido entre personas en un mismo espacio es a veces tan sonoro que puede transportarte a una suerte de estado místico: sólo por eso, visitar las bibliotecas públicas es comida espiritual para llevar, como decía aquella canción de Manhattan Transfer. Aquí se puede leer la prensa y un fondo de 17.000 libros más incontables recursos que provee la Junta de Andalucía por internet; cuenta con dos espacios y unos sesenta puestos. Hay wifi y enchufes, prestaciones de serie en una biblioteca del XXI. Entre los anaqueles que acordonan el lugar habrá unas diez chicas, casi todas con el pelo recogido arriba con una gomilla, como se suele hacer para estudiar o hacer deporte: el kit mens sana in corpore sano. Un joven de unos veinticinco bien podría estar estudiando oposiciones, o quizá enjareta un trabajo fin de grado. Otro hombre, ya contemporáneo mío, hojea unos tomos de papel muy viejo con escrituras de otro tiempo en desvaída; parecen actas de sesiones del propio ayuntamiento. La bibliotecaria, zurda, me escribe la clave wifi con una caligrafía personal. Es amable, educada y con ademanes y lenguaje inteligentes. Para desalmibar la cosa, unos niños juegan al balón en la calle contigua; la portería debe estar al otro lado de la sección de "Novela", y el ruido de los pelotazos se acompaña por tacos propios de desbarbado haciéndose el machito. Hasta estas palabrotas dichas con el acento local resulta entrañables. Es, va a ser la mística, que tanto prepara para la comprensión y la filantropía.

Anoche, en un local contiguo llamado Casa de la Cultura, un concierto de música electrónica glosaba hasta la ebriedad y la zozobra fotogramas de El jardín de las delicias de El Bosco, que se proyectaban en movimiento en la pantalla de un sencillo auditorio. Detrás de este experimento musical, como detrás de la propia biblioteca, están las corporaciones locales, ayuntamiento y diputación, entidades públicas que algunos economicistas con dioptrías querrían ver dinamitadas. Se nos llena la boca con lo del subsidio, el clientelismo político y todo lo demás; o se nos llama a todos, así sin más, ladrones y vagos, y precisamente lo hacen quienes, bien mirado, han sido los mayores subsidiados históricos, protegidos e industrializados con, en buena medida, dinero público y políticas territoriales acomplejadas por el nacionalismo regional. Los más urbanitas tampoco nos damos cuenta de que quienes verdaderamente estamos subsidiados somos los de capital, que tenemos todo tipo de prestaciones a tiro de bus urbano o carril bici (médicos especialistas, por ejemplo). Como si todo ello fuera gratis o lo pagáramos a escote. Estas compensaciones culturales permiten, aunque poco, dignificar, cultivar y dar oportunidades a la vida diaria de la gente de pueblos pequeños. Fija, a duras penas, a la gente al territorio. En este pueblo donde escribo esto desde su biblioteca, el consistorio no para de hacer alardes de creatividad para sacar los contenedores de basura de los sitios más vividos, dando cobertura a aquellos mayores u otros que no pueden caminar mucho. Va convenciendo a su gente de que las aceras y fachadas no son propiedad de sus coches, el rey rodado de los lugares poco desarrollados. Resisten al proceso de vaciamiento de todo un país hacia la costa y las grandes ciudades que deja al mundo rural en el papel de criadores, y poco, de su mano de obra. Agradezco de paso a las corporaciones locales por esta comida para el alma que se lleva uno a casa.

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