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La coronación: más allá del oropel
Aquello por lo que se critica a la monarquía parlamentaria, acaba siendo un activo pues equilibra al menos dos defectos inherentes a las democracias: el partidismo y el cortoplacismo
Como en casi todo lo que afecta a la monarquía, la pompa, el brillo y la parafernalia –por no hablar del look de unos y otras–, acaban opacando el significado profundo del evento. Ya lo señalaba Walter Bagehot en su clásico texto sobre The English Constitution (1867) al resaltar lo que llamaba la "parte digna" de la Constitución, parte "imponente" o "venerable" responsable del "oropel y la teatralidad", el carácter siempre vistoso, incluso glamuroso y de "papel cuché", de la presencia real. Pero no debemos quedarnos en la superficie sino saltar desde la apariencia a la esencia de los fenómenos (como recomendaba nada menos que Carlos Marx). Esa exigencia es el punto de partida de la ciencia social, pero es aún más imperiosa en el caso de la monarquías pues en ellas casi todo es contra-intuitivo.
La crítica es sabida: en una democracia no tiene cabida una magistratura hereditaria. Podría tenerlo una magistratura vitalicia y, de hecho, es una estrategia frecuente para asegurar la independencia del ocupante, como en el Tribunal Supremo de los Estados Unidos. Pues si al carácter vitalicio de una magistratura se le añade el carácter hereditario, la independencia del ocupante queda plenamente blindada. Con consecuencias netamente positivas.
La más inmediata consecuencia es la inmediatez y el automatismo en la sucesión. El rey ha muerto, viva el rey. No hay interinidad ni proceso de selección, y la más alta magistratura del Estado queda ocupada automáticamente. Pero con un matiz importante, pues sí hay interinidad: el largo periodo que el heredero debe esperar socializándose y aprendiendo el oficio que va a desempeñar. Periodo que, dada la actual longevidad, dista de ser corto.
Pero además del automatismo, en la sucesión hereditaria hay un mal que se evita: un proceso electoral con contendientes enfrentados representando cada uno a un sector de la sociedad, de modo que el vencedor cuenta con el apoyo de unos, pero con la animadversión de otros. El mecanismo hereditario cancela ese partidismo y permite que el Rey represente, no la totalidad del Estado –como dice nuestra Constitución en su art.56.1– sino la totalidad de la nación, de la sociedad. Justamente porque no representa a nadie. Lo que parece ser negativo –la falta de elección– acaba siendo (contra-intuitivamente) algo positivo.
Es más, como dice el citado art 56.1, la Corona es símbolo de la unidad y permanencia del Estado. Unidad en el espacio pero además permanencia en el tiempo. Pues si el rey representa a la totalidad de la nación lo hace también en la historia, como exhibe su nombre (Carlos III de Inglaterra o Felipe VI de España), ubicación de símbolo in-corporado (es decir, hecho cuerpo) de toda la historia de esa nación y de ese país.
Una anécdota que es al tiempo una categoría: cuando Juan Carlos I llegó a Costa Rica en 1977, el entonces presidente le recibió con estas palabras: "Señor, hace quinientos años que esperábamos la visita del Rey de España". Difícilmente esto se hubiera podido decir de un presidente republicano. No es de extrañar que los reyes sean los mejores embajadores de cualquier país pues a su indiscutible capacidad representativa, se une la larga permanencia en el cargo (vitalicio).
Y una última ventaja, también contra-intuitiva: el carácter hereditario y vitalicio genera una magistratura de muy largo plazo, pero interesada además en las décadas siguientes, que legará a su heredero. En un mundo democrático como el actual, en el que los políticos y los partidos esperan mandar como mucho dos legislaturas, la Corona resulta ser la única institución subjetivamente interesada en el largo plazo. El de su vida y, por lo menos, el de su sucesor.
Puede parecer paradójico pero, justo aquello por lo que se critica a la monarquía parlamentaria, acaba siendo más un activo que un pasivo pues equilibra al menos dos defectos inherentes a las democracias: el partidismo y el cortoplacismo. La monarquía parlamentaria perfecciona el funcionamiento real de las democracias, razón por la que existe esa altísima correlación entre monarquías parlamentarias y alta calidad democrática. Las instituciones que monitorizan el estado de la democracia en el mundo certifican que todas las monarquías parlamentarias (y solo hay una docena) figuran entre las pocas (unas veinte) democracias plenas. Es más fácil que un país sea de alta calidad democrática si es monarquía que si es república. Esto es un hecho, no una opinión.
Puede ser exagerado afirmar, como hacía el columnista del Washington Post Dylan Matthews, que la monarquía constitucional es la mejor forma de gobierno que la humanidad ha inventado. Pero quizás no lo es aventurar que puede ser una forma más eficiente de democracia pues introduce elementos de contrapeso que esta no proporciona por sí sola.
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