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Análisis

Joaquín Aurioles

La crisis de la gobernanza global

La globalización significa, entre otras cosas, que la capacidad de los gobiernos para decidir sobre el rumbo de sus respectivos países se ha reducido considerablemente. En un mundo sin barreras a los movimientos de capital y a sus efectos sobre el precio de los activos, cualquier decisión gubernamental inoportuna en clave internacional puede acarrear consecuencias económicas catastróficas. Por otro lado, la permeabilidad de las fronteras hace que las externalidades de las políticas económicas puedan provocar graves perjuicios sobre los intereses de países vecinos. Ni los efectos perturbadores de los movimientos bruscos de capital, ni las externalidades negativas de las políticas económicas son novedosas, pero es evidente que sus consecuencias se han incrementado de manera significativa durante las últimas décadas, hasta el punto de convencer a las principales potencias mundiales de la conveniencia de buscar reglas de gobernanza global. Las crisis humanitarias, las migraciones, los riesgos derivados de las escaladas de armamento o el calentamiento global han ampliado el espectro de necesidades de gobernanza más allá del ámbito de la economía. Las antiguas rondas de negociación de aranceles en el seno de la Organización Mundial del Comercio son el antecedente de los actuales foros de Davos, G-7, G-20 y de otras conferencias internacionales que persiguen arrancar compromisos a largo plazo sobre el diseño de las políticas económicas, la cooperación internacional, la gestión de los recursos naturales, etcétera.

Una autoridad mundial para la gestión de los intereses globales en ciertas materias sigue siendo una utopía. Países como Japón o China han sido obstáculos insuperables en materia de gobernanza de los océanos y emisión contaminante; Rusia, en relación con los equilibrios militares y sus correspondientes crisis humanitarias; y, desde la llegada de D. Trump a la presidencia, los Estados Unidos en materia de gobernanza económica. Comenzó enfrentándose a su vecino del sur con motivo del levantamiento del muro fronterizo y su política antiinmigración, pero ahora le toca al del norte afrontar las consecuencias de su atropellada estrategia comercial y arancelaria. Por el camino se han quedado los compromisos en materia de cambio climático, equilibrios estratégicos fundamentales, como Oriente Medio o el acuerdo nuclear con Irán, los tratados de libre comercio a través del Atlántico y el Pacífico o las alianzas con sus socios europeos.

La crisis de los órganos multilaterales de gobernanza, incluida la propia ONU, tiene que ver con su capacidad real para promover modelos compartidos de gestión de los intereses globales. El auge de Trump y los populismos se sostiene sobre la frágil convicción de que un gobierno fuerte puede decidir el destino de un país. En el caso del primero, incluso el del mundo, puesto que de la condición de potencia hegemónica que se atribuye parece desprenderse un cierto derecho de sometimiento del resto (America first). La perspectiva aislacionista es un rasgo característico de los populismos que en Europa cuenta con llamativos ejemplos, como Italia o Hungría, e incluso la propia Cataluña.

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