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Análisis

rogelio rodríguez

Al dictado del preso Junqueras

Casi todo cuanto hace el Gobierno forma parte de la tragicomedia independentista

Los soberanistas dicen que no tienen Rey, así que hayan ungido a Pedro Sánchez como supuesto jefe de Estado. El motivo es elocuente: la Monarquía parlamentaria es garante del orden constitucional. La propia Carta Magna otorga su custodia a la Corona, y la actitud que ésta mantiene, carente de sesgo político, es, hoy por hoy, el mayor aval para el sostenimiento de la democracia y la unidad territorial. A los soberanistas campantes y a la nueva izquierda sañuda ya no les tranquiliza tener un Rey republicano, como decía baba en boca el ex presidente Zapatero. Y tampoco a los ufanos ministros podemitas, aunque aplaudieran con sonoridad las medidas palabras de Felipe VI en la inauguración de la XIV Legislatura, mientras su bancada delataba la farsa con una actitud displicente y los socios de investidura de Sánchez, ausentes del hemiciclo, mostraban la calaña de sus intenciones con otro burdo manifiesto antisistema.

Ni puede resultar fiable ese "¡Viva la Constitución y viva el Rey!" que exclamó la presidenta del Congreso, Meritxell Batet, que ningún antecesor había pronunciado desde que lo hiciera Gregorio Peces Barba en 1982. Epatante pasión constitucional y monárquica la suya. Nada que ver con aquella díscola diputada del PSC que rompió la disciplina del Grupo Socialista para votar con los independentistas a favor de un referéndum en Cataluña sobre su vínculo con el resto de España. Una metamorfosis tan asombrosa, tan contraria a la de tantos compañeros de partido, que cuesta un mundo achacarla a una evolución consecuente. O tal vez sea un acto reflejo motivado por la extraordinaria responsabilidad de ser la tercera autoridad del Estado. Ocasión habrá de comprobar su veracidad o su estudiado oportunismo de cara a la galería.

Casi todo cuanto hace el Gobierno produce espanto. Todo forma parte de esa tragicomedia independentista, dictada por el preso Junqueras, en la que el jefe del Ejecutivo, con tal de serlo, asume el papel de fatuo protagonista y abjura de sus compromisos electorales. Para la historia queda la imagen patética de un presidente de España recibido, en una comunidad subordinada, con honores de mandatario extranjero por el depreciado valido Quim Torra, el bufón que agota sus días en el sillón de la Generalitat tras haber sido desposeído de toda legitimidad por la Junta Electoral, el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, el Parlament y el Tribunal Supremo. Un presidente que, además de una lluvia de millones, ofrece al secesionismo un contrato con 44 puntos que congratulan aspiraciones nacionalistas, casi los mismos que el prófugo Puigdemont planteó sin éxito a Mariano Rajoy. Más que una claudicación esperpéntica.

Pero la trama contiene otro trasfondo. Pedro Sánchez labra los intereses de ERC para continuar en La Moncloa y con el incierto objetivo de reeditar en Cataluña un tripartito, junto a los comunes de Ada Colau, en el que el PSC de Miquel Iceta también obtenga parcelas de poder. Una confabulación de trileros políticos con un fin primordial: expandir la coalición republicana de izquierdas. Cueste lo que cueste y con España por montera.

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