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Análisis

FÁTIMA DÍAZ

Una experiencia inmersiva de 'postureo'

Costumbrismo, humor y emociones se mezclan en Me cambio de apellido, un formato que ha durado menos en Cuatro que un suspiro. Su espíritu recordaba al de Ocho apellidos vascos, aunque las comparaciones son más odiosas que nunca en este caso en el que el éxito de la película española más vista no se ha extrapolado al de este factual.

Dos familias estratégicamente opuestas y dos estilos de vida puestos a prueba: así se presentaba la nueva apuesta de Cuatro para la noche de los viernes, cancelada y sustituida por el tan socorrido cine tan sólo después de dos entregas. De las 16 familias españolas participantes que intercambiaban sus casas, sus rutinas, sus trabajos y sus entornos para demostrar su capacidad de adaptación y lo sólido (o no) de sus convicciones, nos hemos quedado sin ver 14. ¡Qué fiasco! El programa, producido por la cadena en colaboración con Boxfish TV, era ante todo una experiencia inmersiva en la que los concursantes se ponían completamente en la piel de otros y de esta forma podían aprender y descubrir cosas no sólo sobre otras realidades, sino también sobre ellos mismos.

Cada entrega de Me cambio de apellido arrancaba con una presentación general en la que se mostraban las formas de vida que se van a intercambiar. Antes de iniciar el proceso, las familias dejaban escritas en una pizarra las rutinas y actividades semanales que tenían que realizar las personas que ocupen temporalmente sus casas y designaban a un anfitrión de su confianza que se encargaría de supervisar lo que ocurriera durante sus días de ausencia.

En el primer capítulo, sin anestesia, se enfrentaron madridistas e independentistas. La polémica estaba asegurada. La experiencia comenzó cuando los cabezas de familia se cruzaron en un punto geográfico intermedio entre sus hogares para cederse temporalmente su coche y las llaves de sus respectivas viviendas (y vidas). Cuando llegaban a sus destinos, cada familia se zambullía completamente en la realidad de las otras personas, practicando sus costumbres y realizando las tareas y actividades que les hubieran indicado en las pizarras. Para ello contaban con el asesoramiento y la ayuda tanto del anfitrión como de otros familiares y amigos. Antes de recuperar sus apellidos, los protagonistas se reunían en un restaurante de carretera en el que intercambiaban sus impresiones sobre la experiencia vivida y escuchaban las apreciaciones y evaluación del anfitrión y del resto de familiares y amigos. La integración se convertía en el factor clave. Una experiencia social de convivencia, como decía nuestra querida Mercedes Milá sobre Gran Hermano, que ya no cala (ni cuela) en la audiencia. Nadie se cree ya tanto postureo impostado.

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