Análisis

Antonio Zoido

La fragua de un precursor y profeta

El director de la Bienal de Flamenco recuerda en este artículo "los días heroicos" en que se gestó el proyecto teatral de La Cuadra

Salvador Távora, sonriente, en su barrio.

Salvador Távora, sonriente, en su barrio. / José Ángel García

La Cuadra de Paco Lira, en Nervión, era un jardín de plataneras angosto y largo, larguísimo, que terminaba en una especie de fragua, destinada seguramente por los proyectistas a ser un local donde resonaran martinetes y tonás pero que, en 1968, servía para que ensayaran cada tarde los Smash. Aquella fragua de mentira fue el verdadero crisol donde se fundieron las músicas de vanguardia y el flamenco al mismo tiempo que en Estados Unidos lo intentaban sin lograrlo Miles Davis, Gil Evans, Charles Mingus... mientras Joe Beck y Sabicas (que lo habían conseguido) no se enteraban -como Colón- de la nueva tierra que pisaban.

Por el mundo contracultural y contrafranquista de La Cuadra aparecía muchos días Salvador Távora y, en la alta noche, de vez en cuando -como los calés de Gustavo Adolfo Bécquer, sacerdotes de un culto abolido- también cantaba flamenco llorando super fluminem Babiloniae. Así lo encontró Pepe Monleón, enfrascado en dar salida a un grupo de teatro campesino nacido en Lebrija para difundir por cortijadas y gañanías la buena nueva de la Justicia Social, y así se bautizó Salvador en un Jordán llamado a anegar un mundo antiguo y a aportar nueva savia.

El grupo lebrijano puso en pie un teatro ritual e introdujo el flamenco en las artes escénicas pero cuando aquellos diletantes prefirieron no convertirse en profesionales apareció el genio de Salvador Távora pasando no sólo de actor a director sino creando un estilo y casi un género nuevo enraizado además en una tierra irredenta, Andalucía, cuando esa meta aun no existía, ni siquiera en las fuerzas que se oponían a la Dictadura, cuando ante la promesa de la libertad tan sólo se avistaba el desierto.

La Cuadra -el nombre dejó de estar asociado a Francisco Lira para pasar a identificarse con Salvador- puso en pie el teatro andaluz antes de que Andalucía fuera percibida como sujeto político, se labró un hueco autónomo en el panorama nacional e internacional antes de que en Andalucía se abriera paso la aspiración a la autonomía, prestó una estética propia a las luchas por la tierra de aquellos años y, en definitiva, fue descubriendo rasgos identitarios en elementos de los campos más diversos porque intuyó, como Cansinos Assens, que bajo la cotidianidad de una multitud de signos, ceremoniales y símbolos estaba la vida de una colectividad vieja, rica, sabia que, aunque "majada en el matraz de la Historia", no se había convertido en arqueología sino, al contrario, gracias a ellos había seguido viva.

Salvador Távora se nos ha ido cuando aquellos días heroicos caen en el olvido y la imagen de una Andalucía dorada se desdibuja en la niebla. Nos queda el fulgor de su última aparición en el Quejío que resonó en el Lope de Vega en la Bienal del pasado septiembre. Ahora, cuando su autor ha dejado de ser mortal para pasar a ser eterno, sabemos que nos dejaba un mensaje: el de la voz profética que, aunque parezca clamar en el desierto, será siempre la Palabra del Humanismo y la Esperanza.

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